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Modelos de belleza

(De cercano e invisible) Caminan despacio o muy despacio. A veces se apoyan en un bastón o en un par de muletas y aun así se las apañan para llevar una bolsa con el pan. En sus piernas arqueadas, en sus frágiles huesos, o en sus andares que revelan alguna antigua lesión de cadera están impresos años de trabajo, de llevar una familia y la propia vida a cuestas.
Definitivamente, la ciudad no está hecha para ellas. No es fácil competir con esos transeúntes apresurados que no tienen en cuenta que un leve empujón puede costarles un grave problema. Ni con esos automovilistas enloquecidos que, si les toca parar en un paso de peatones, maldicen a los que lo cruzan lentamente sin tener en cuenta su ajetreada agenda y su estresada vida.
Pero están ahí. Las veo salir de la iglesia haciendo equilibrios sobre esos cierres de madera en el suelo, que solo se quitan para las bodas –¿cómo es posible que sus responsables no cuiden a la clientela más fiel que tienen? Ni siquiera aquí funciona la caridad cristiana–, las veo luchar con la pendiente de las supuestas rampas para minusválidos, auténticas cuestas insalvables cuya única finalidad es que el inspector de turno apruebe que el bordillo cumple la normativa –¿saben los que hacen la vista gorda con la normativa que esas rampas absurdas que no tienen el desnivel adecuado son una trampa para las personas impedidas?–, las veo, en fin, sopesando con paciencia el camino más seguro para llegar hasta la tienda, hasta su banco favorito o hasta la cafetería donde han quedado con otras mujeres, a compartir soledades y recuerdos. Lo del autobús es casi una misión imposible.
A veces las veo acompañadas por mujeres mucho más jóvenes que ellas y me asombro de la fuerza de los genes. Otras, la compañía tiene rasgos exóticos y trato de imaginar sus conversaciones, si las hay, y una rutina hecha de necesidades mutuamente satisfechas.
Hace años que sobrepasaron esa edad a la que, según dicen, las mujeres se vuelven invisibles. Pero la coquetería es su baluarte, su resistencia. Está en el collar de perlas, en esa chaqueta que casi siempre les queda grande o en los labios pintados hasta para comprar el pan. El pelo blanco es su señal de rebeldía. Por fin se liberaron del fastidioso asunto del tinte que empezaba a provocarles un problema de salud.
Han pasado con creces la edad de la jubilación, pero tienen apretadas agendas, horarios con niños y comidas y meriendas. Las hay que, algo más liberadas, retoman alguna afición olvidada o devoran libros y periódicos y, si se las escuchara, hablaría por su boca la sabiduría bien informada.
Están en el mundo aunque su opinión ha contado poco en el mundo. No sé si serán invisibles pero yo me quedo embobada mirándolas porque son un canto a la vida. En sus manos algo deformes por la artritis, en su andar vacilante y en sus ojos veo la belleza total. ¡Que guapas son las mujeres que han aprendido a no rendirse!

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Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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