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Ese agujero negro

La muerte es un agujero negro que atrapa la mirada. Un viento helado que te coloca al borde de un abismo en el que no hay respuestas. En el que la perplejidad es la única respuesta. Le ponemos apellidos para hacerla creíble, soportable. Así, llamamos ‘natural’ a una muerte esperable. (¿Esperable?) Lo malo es que cuando la miramos de cerca nos parece lo más antinatural e inasumible del mundo.
Puede que el tiempo nos ayude a mirar a ese agujero y a fuerza de mirarlo, o de permanecer al borde de esos abismos que la vida nos va tendiendo, acabemos encontrando alguna luz en él. La luz de recuerdos, de momentos, de palabras, de gestos, de vida compartida, de todo lo que llenó ese vacío. Y quizá lleguemos a comprender que el agujero se cierra como se cierra un círculo porque toda aquello que ahora sentimos como ausencia es en realidad la ‘materia’ que nos constituye, que lo importante sigue donde siempre estuvo. Y nos da sentido. Da sentido a lo vivido.
Desde los medios de comunicación se tiene una relación extraña con la muerte. Como un rumor de fondo que acompaña el día a día. Se asume con ‘profesionalidad’. Pasa a nuestro lado, la medimos y pesamos. Una especie de autopsia, porque algunas noticias (incluso su concepto) dependen del tamaño del agujero negro, de su contabilidad. También de su proximidad. Hay muertos cercanos y muertos lejanos, muertos que ocupan titulares y otros que se quedan sumidos en la fosa común de la letra pequeña. Porque la mayoría de las veces hablamos de una muerte anónima, a veces masiva, atroz porque va acompañada de violencia. Llena las páginas de sucesos (ajustes de cuentas, violencia de género, ataques de locura, individuos enajenados que siembran el pánico porque no pueden contener el suyo) y las páginas dedicadas a seguir la lista de esos conflictos armados a los que nos cuesta llamar guerras quizá porque somos vagamente conscientes de su obscenidad. ¿No es tremendamente obsceno lo que está ocurriendo en Siria?
Cuando la muerte tiene nombre y apellidos ilustres nos conformamos diciendo que su protagonista no nos deja porque quedará en su obra. Todo el mundo queda en su obra. El que esta sea anónima no la hace menos destacable. Pero sabemos de qué hablamos. Febrero nos deja sin nombres de referencia. Algunos muy cercanos, otros  compartidos.  Murió Wislawa Szymborska, esa mujer de sonrisa ancha y manos dulces, transparentes, que nos enseñó que la poesía es una potencia que se expande con palabras sencillas. Nadie como ella para poner preguntas en la conformidad de lo sabido. Para encontrar las respuestas que, de tan claras, carecen de traducción en nuestro idioma cotidiano.
También nos dejó Tàpies, que hizo poesía con la materia menos solemne. Que, como Szymborska, buscó lo trascendente en un grano de arena, en un hierro retorcido. De ellos aprendimos y con ellos fuimos un poco más felices a ratos. Y nos enseñaron que solo somos eslabones, un fragmento en un discurso. O como ella lo dijo: «Todo principio/ no es más que una continuación,/ y el libro de los acontecimientos/ se encuentra siempre abierto a la mitad».

(Publicado en la columna de opinión ‘Días nublados’ de la edición impresa de El Norte de Castilla)

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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