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Aquellas palmas en los miradores

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Domingos de ramos, palmas y laurel que se bendecían en las misas. A la salida, no tocaba, como de costumbre, comprar pasteles, sino acudir a casa de las madrinas a llevar las palmas, que, en muy poco tiempo, quedaban colgadas en el mirador de las casas, y a veces permanecían allí largo tiempo, como “aquellas sobras de nada”, de las que se habla en las primeras descripciones de “La Regenta”, cuando Vetusta dormía la siesta.

De hecho, me atrevería a decir que, en algunos casos, las palmas esperaban todo un año antes de ser sustituidas en la parte exterior de algunos miradores.

Palmas, digo, todo un ritual, a veces, con cierta decoración. Presente de los ahijados y ahijadas una semana antes del regalo que iba en el guion.

Aquello era una fiesta, aquello era una de las primeras manifestaciones de la alegría primaveral, en un tiempo y un país marcado por las procesiones radiadas y televisadas, sin cine el viernes santo, con la vigilia, con los oficios, con celebraciones continuas en la llamada Semana de Pasión.

Y, tras la fiesta de Ramos, el resto de la Semana Santa lo pasábamos a orillas del Narcea, en Lanio. La temporada de pesca ya estaba abierta, y, por estos lares, nuestro río era entonces cada atardecer un hervidero de truchas cebándose, un festín del salmón subiendo río arriba bajo sus aguas. Y, por estos lares, era una delicia degustar el pan dulce que se hacía en Pascua en cada  “forno” de cada casa.

Llegar a Oviedo el domingo de Resurrección, disfrutar del regalo como ahijado, y las vacaciones ya concluían.

Confieso que me producía tristeza ver que, andando el tiempo, muchas de aquellas palmas que seguían colgadas en los miradores presentaban un aspecto mugriento a resultas del hollín que las apoderaba. Era el paso de la fiesta a un después que, a veces, esperaba, como dije, casi todo un año.

El agua no rompía el ayuno. Las iglesias estaban abarrotadas, la Semana Santa tenía su parte de recogimiento, sin apenas diversiones en la ciudad, al menos, para los niños, pero, si no llovía, a orillas del Narcea vivíamos lo anticipos no sólo primaverales, sino también del ansiado verano que estaba a punto de llegar.

Me gustaría recordar cuál fue el último año que lleve una palma a mi madrina, porque, a decir verdad, las imágenes que acuden a mi mente son repetitivas, aunque, eso sí, alegres todas ellas.

Tras la Pascua, el colegio y las clases, con el verano muy próximo y con el hollín en las palmas que se veían desde la calle.

Lo dicho: “aquellas sobras de nada”, aquellas palmas del Domingo de Ramos.

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