En una de sus últimas entrevistas, Saramago afirmaba que le gustaría ser recordado como el creador del perro de las lágrimas. En su novela “Ensayo sobre la ceguera”, una mujer corre por la ciudad sin ley, perseguida por una jauría de hombres y una manada de perros. Cae al suelo y llora en silencio. Un perro se le acerca y lame sus lágrimas. Ya no se separará de ella en todo el relato. Lo sorprendente es que el perro abandone su manada para consolar a una desconocida, atraído precisamente por su dolor. Pero así son los perros, los reales y los de ficción. Este apego al dolor de los humanos aparece también en “King. Una historia de la calle”, de John Berger. King, protagonista de la novela, escrita en primera persona, no acierta a explicar la razón de su actitud compasiva: “me pongo en el lugar de quien está sufriendo y aullo si se acerca alguien. Es algo que aprendí de mi madre y ahora es más fuerte que yo”. Si King hubiera podido explicar ese algo, habría resuelto el enigma de la relación entre el hombre y el perro. En el cuento titulado “Vísperas de Fausto”, Bioy Casares nos traslada a la alcoba de Fausto en su último día, mientras espera la inminente llegada de Mefistófeles. Fausto hace salir a Señor, su perro, que le mira “con unos ojos en que parecía arder, como una débil y oscura llama, todo el amor, toda la esperanza y toda la tristeza del mundo”. Ahí está el misterio, en el hecho de que los perros posean un conocimiento profundo del amor, la esperanza y la tristeza, sentimientos que se consideran exclusivamente humanos. Y que expresen ese conocimiento con todo su cuerpo, desde las orejas hasta el rabo, pasando por la lengua y los ojos henchidos de sabiduría. Porque los perros miran desde un ángulo original, exento de las mistificaciones de la conciencia humana, situado en el momento previo al lenguaje simbólico. Quizá por eso son protagonistas de relatos inolvidables. Desde que Jack London escribió “Colmillo blanco”, además de Jhon Berger, otros muchos autores han intentado traducir con palabras el sentir del perro. “Flush”, de Virginia Woolf y “Tombuctú”, de Paul Auster, son dos ejemplos de novelas escritas desde la perspectiva canina. Con el mismo interés escuchamos las historias reales de muchos perros que merecerían haber protagonizado una obra literaria. Voy a contar una de ellas: Canelo, un perro gaditano, acompañó a su dueño al hospital y se quedó a la puerta esperando su regreso como él le había ordenado. El dueño falleció, pero Canelo permaneció allí doce años, alimentado por la caridad de los vecinos. Canelo tiene una placa en una calle de Cádiz, en reconocimiento a su fidelidad. Se dice que desconocía lo definitivo de la ausencia de su amo, pero yo no lo creo, porque si de algo poseen los perros un conocimiento intuitivo es de la vecindad de la muerte. Canelo permaneció en la puerta del hospital por otra razón. Sólo el escritor que lograra identificarse con su sentir inmediato, ajeno a la idea de futuro, pero arraigado al mismo tiempo al sentimiento de apego original, sería capaz de descubrir la razón de su espera. ¿Serán quizá los poetas los destinados a tal misión? Ellos intentan expresar lo inefable, aquello que se escapa a la órbita de lo posible. Entre los que han seguido el rastro de los perros yo prefiero a Rilke: “Si existiera una conciencia semejante a la nuestra / en el animal que atraviesa decidido nuestro camino, / nos arrastraría a seguir / sus pasos”, dice en la octava elegía a Duino. Rilke sentía al perro como su semejante, igual que lo hacía Baudelaire cuando describía su atracción por los perros vagabundos de París, tan desenraizados como él mismo, igual de ajenos que él a los valores de la sociedad en la que se veían obligados a buscarse la vida. Pero Rilke va más allá que Baudelaire, su olfato de poeta le dice que el perro le puede conducir hasta el mundo recién creado, donde todo aguardaba todavía, como esperan los perros a su amo, sin conciencia ni límite. Esa espera confiada no es la propia del que ignora, del que está al principio del camino, sino del que regresa y calla, lleno de sabiduría inexpresable. Argos, el perro de Ulises, al que cabe el honor de representar el paradigma de la fidelidad, es el primero en reconocer a su amo cuando regresa a Ítaca. Donde los humanos ven un mendigo, él ve al hombre al que esperaba para morir en paz. Es el primero en saludarle alzando el rabo, aunque sea ése el último gesto de su vida. No es menos cierto que Penélope y Telémaco también habían sido fieles al esposo y al padre, pero ellos mantenían conversaciones con los dioses, que afianzaban su esperanza. En cambio Argos, ¿qué voz escuchaba mientras envejecía abandonado entre el estiércol? Esa voz misteriosa es la que desea escuchar el poeta, la voz de los muertos y de los recién nacidos, que solo los perros atienden. Por eso el poeta es el destinado a seguir a la manada silenciosa, hasta llegar a poseer la lengua de los perros, la lengua que cura sus heridas, mientras lame las lágrimas del mundo.
Este artículo apareció en La sombra del cipres, suplemento literario de El Norte de Castilla, el sábado 26 de Junio)