Me pasé el fin de semana entre Lezama Lima y los membrillos. Una buena amiga con jardín me regaló tres bolsas repletas de membrillos y yo preparaba la Presentación de la Poesía Completa de Lezama Lima que ha publicado la Editorial Sexto piso. Así que, machacaditos entre la nieve azucarada, hirviendo lentamente hasta domeñar su fijeza y convertirse en oro fundido, el perfume de los membrillos tejió una red protectora de beatitud en mi cocina, donde yo, mientras tanto, leía los versos de Lezama. Ya lo dijo el poeta: “De la inteligencia de la misa/ a los placeres de la mesa”. Y así me he salvado de pensar en Trump, que con seguridad prefiere el membrillo de plástico, en porciones. Además, a este botarate, todo sea dicho, ni muerta le regalaría ni una raspa de mi membrillo. Pero en otra columna hablaremos de Trump, no iba a dejar yo que me amargara un fin de semana tan dulce. Y sin embargo, a ese payaso maléfico de flequillo teñido le debemos el malestar que nos embarga desde que supimos de su increíble victoria: “Todo el mundo sabe que el barco hace aguas –tarareamos todavía en la cama, mientras oíamos la radio- Todo el mundo sabe que el capitán mintió/ Todo el mundo tiene ese sentimiento desgarrado…” Y es que la canción de Leonard Cohen parecía pintiparada para ocasión tan nefasta. Hasta el día siguiente, cuando nos enteramos de la muerte del propio Leonard Cohen. A él también le dedicaremos otra columna, una semana después de lo que corresponde, como su muerte misma, que sus familiares no anunciaron hasta que pasó casi una semana. Al menos –pienso yo- no habrá sido el rostro de Trump lo que haya visto antes de apagar el televisor para siempre. A Leonard Cohen sí que le hubiera regalado yo lo mejor de los membrillos, que es la jalea de almíbar. La jalea se hace con la piel y las pepitas, es decir, con todo lo que se tira a la basura. Con ese material de deshecho se obtiene la decantación del dulce áureo. Y me pregunto, acaso habrá membrillos en Cuba? ¡Cuánto le hubieran gustado a Lezama Lima, el Pantagruel de la poesía, el emperador del apetito desmedido, tan desmedidamente gordo que tuvieron que sacarle sentado en su sillón por una ventana para llevarlo al hospital en sus últimos días. ¡Qué imagen soberbia la suya, sentado sobre el aire de su amada isla, sobrevolando las nubes encima de su sillón, como Simbad sobre su alfombra! ¿Cómo iba él a desear otro viaje? Por eso Lezama Lima apenas salió nunca de la Habana. Allí le fue a ver Cortázar con su enorme melón, allí hubiera ido yo con mi membrillo más generoso, amarillo amarillo, este que tengo entre las manos, áspero como la voz de Leonard Cohen, aterciopelado como la voz de Leonard Cohen. “Borra las letras y después respíralas/ al amanecer cuando la luz te borra”, recomendaba Lezama para leer poesía. Y le obedezco, como no. Al respirarlos compruebo que sus versos, hoy y jamás, huelen a dulce de membrillo. Lamo la cuchara de madera y sigo recitando al poeta del enemigo rumor: ”Sentado dentro de mi boca/ advierto a la muerte moviéndose…” A pesar de este movimiento incesante, a pesar de las noticias tristes y amenazadoras, Lezama era esto lo que admiraba en un poeta: “que durante el día no tenga pasado y que por la noche sea milenario, que le guste la granada que nunca ha probado y que le guste la guayaba que prueba todos los días”. Hubiera coincidido conmigo, sin ninguna duda: Noviembre y sus membrillos, ¡qué maravilla!