“Me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,/ a través de las lágrimas grises donde flotan sus automóviles cubiertos de dientes/ a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos…” Estos versos de “Poeta en Nueva York”, de Lorca, los recordaba yo el día de la primera toma de posesión de Obama como Presidente los EE.UU de América. Había llegado al poder uno de esos hombres negros, con aspecto de príncipes destronados por una mano maléfica, que el poeta granadino admiraba mientras les veía vaciar las escupideras de los hombres blancos. Obama poseía la elegancia natural de su raza keniana, mezclada con la cultura de Harvard, una elegancia y una cultura que no habían acallado, el rumor de su estirpe valerosa y oprimida. En “Los sueños de mi padre”, el primer libro publicado por Obama cuando era todavía un Don Nadie, se oye este rumor lejano, pero aún inteligible, que enuncia sin rencor la memoria de las pérdidas y la promesa de un regreso imposible. ¡Pero qué hermosa era la canción que entonamos mientras Aretha Franklin nos hacía regresar a nuestra propia juventud inocente! Solo por eso deberíamos darle las gracias a Obama. No voy a enumerar ahora todo lo que mejoró o lo que podría haber sido peor en su país y en el mundo si Obama no hubiera ganado las elecciones, solo quería señalar la razón de mi simpatía por el personaje y la pena que me embargó al ver salir al primer hombre negro que había entrado en la Casa Blanca. Adiós, Obama, hasta siempre. Porque con él salió su espléndida mujer, Michelle, inteligente, simpática y poseedora de una belleza original, de hembra auténtica, que ningún fabricante de muñecas podría imitar aunque pusiera en ello todo su empeño, y sus dos hijas, Malia y Sasha, a las que el único reproche que pudieron hacer sus detractores fue el haber visto a la mayor dar una calada a un porro en un concierto. ¡Ay, los puritanos blancos! ¡Ay, los religiosos que nunca condenaron la esclavitud! ”Entonces, negros, entonces podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas, poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas y danzar al fin…”, continuaba Lorca en mi recuerdo. Y con Obama salieron también sus dos maravillosos perros de aguas, Sunny y Bo, que le acompañaban en sus entrevistas y discusiones con sus asesores, así como en sus paseos por el jardín de la Casa Blanca. Adiós, Obama. Con Obama se fue un hombre que tenía una abuela centenaria en Kenia, donde las mujeres están hechas de tierra y de sangre y saben sonreír con la placidez altiva de los caracoles. “Porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse”, Lorca dijo. Adiós Obama, con él salió de la Casa Blanca un hombre que leía y que podía coincidir con nosotros en la elección de sus novelas. Éstas fueron las que eligió entre las que más le habían gustado en su vida: “Por quién doblan las campanas” de Hemingway, “El poder y la gloria”, de Grahan Green y “El cuaderno dorado”, de Doris Lessing.¿Qué hubiera dicho el nuevo inquilino de la Casa Blanca en un trance semejante? Mejor ni pensarlo. Aunque tampoco es su culpa que sea un completo ignorante: “El leñador no sabe cuando expiran los clamorosos árboles que corta”, decía Lorca en el mismo libro. El hombre del fle1uillo amarillo posee otras cualidades: la astucia del buscador de oro fracasado, que roba al afortunado mientras duerme, y la zafiedad del sucio cuatrero a sueldo de cuatro monedas. Adiós, Obama, adiós.