Ayer hizo treinta años que una multitud se congregó en París, en la Plaza de Trocadero, el mismo lugar en donde en 1948 se firmó la Declaración Universal de Derechos Humanos. ¿Cuál era el motivo de aquella manifestación multitudinaria? El deseo, la exigencia de algo tan simple y tan claro como la erradicación de la pobreza en el mundo. ¿Y eso es posible?, se siguen preguntando algunos, quizá porque siglos y siglos de Historia parecen corroborar que la pobreza es consustancial a las sociedades de todos los tiempos. “Siempre habrá ricos y pobres”, nos decían las monjas del colegio, mientras recorríamos las ciudades con nuestras huchas del Domund. Así que la colecta que conseguíamos iba a servir únicamente para aminorar esa lacra que nos avergonzaba, pero a la que nos debíamos de acostumbrar tarde o temprano, porque era tan inevitable como el frío en el invierno. Incluso nos decían que los pobres eran necesarios para que la bondad de las personas caritativas tuviera donde ejercitarse, lo que no hubiera sido imposible de no haber existido aquellos niños que nos miraban suplicantes, con sus ojos insomnes, sin lágrimas, tristemente vacíos de tanto añorar el alimento y la esperanza. Pues esos mismos ojos nos siguen contemplando hoy, todavía. Están aquí y pertenecen a 800 millones de seres condenados. Sin exagerar, ni más ni menos. Lo que ocurre es que es muy difícil que imaginemos su desdicha si no hemos padecido nunca la miseria. Yo me pongo a pensar y descubro que es la lectura la que más me ha acercado a la experiencia del hambre, en las novelas de Dickens, en “El Lazarillo de Tormes” o en “El coronel no tiene quien le escriba”, de García Márquez. Pero hoy la pobreza ha dejado de ser algo ajeno, lejano, y se ha convertido en una especie de peste que con la crisis ha llegado hasta aquí, a nuestro país, en donde una cuarta parte de los niños padecen algún tipo de carencia de lo más necesario. Porque la pobreza es eso, la carencia de bienes imprescindibles para que el ser humano sea humano realmente, es decir, para que la vida no se resuma en una lucha feroz por la supervivencia. Sí, la pobreza genera angustia y a la postre violencia soterrada. “Ayudadme a ser hombre, no me dejéis ser fiera”, decía Miguel Hernández en un poema titulado precisamente “El hambre”. A mí estos versos del poeta-cabrero me ponen los pelos de punta por la rabia y la voracidad de justicia que denotan: “Por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos/ donde la vida habita siniestramente sola./ Reaparece la fiera, recobra sus instintos,/ sus patas erizadas, sus rencores, su cola”. No, no es verdad que los pobres sean necesarios para nada ni para nadie. El hambre engendra violencia y adquiere su máxima magnitud en la desigualdad, esa sombra siniestra que sepulta lo mejor de los pueblos. Y mientras, los que no tenemos hambre vivimos en la idiocia de la banalidad, sin darnos cuenta de que nuestra abundancia descansa sobre los hombros de los hambrientos del mundo. Desde aquel 17 de Octubre, muchos se reúnen en estas fechas al lado de las placas que conmemoran el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. En Valladolid, el sábado, a las doce y media, se descubrirá también una placa invisible en Fuente Dorada. El gesto de presencia en el acto se unirá a ese clamor silencioso contra la pobreza. ¿Hasta cuándo? No lo sé, pero allí estaremos.