La noche de Navidad tuve unas pesadillas horrorosas. Tres para ser más exactos, tres pesadillas en las que se me aparecieron tres fantasmas. El primero de ellos me recordó las navidades pasadas, en un paraje nevado, en donde sin embargo brillaba el sol y se respiraba un aire purísimo; parecía que el cielo hubiera descendido hacia la tierra y lo inundara todo de una transparencia prístina. ¿Se acuerdan de aquella claridad sin polución y de aquella blancura de la nieve cuajada, porosa, en la que los pasos dejaban una huella limpia e indeleble? ¡Ah, aquellas navidades pasadas que no volverán! Me desperté y casi me echo a llorar de nostalgia. Pero volví a dormirme. Y soñé con un paisaje amenazado por terremotos y ventiscas, inundaciones y sequías, ríos a punto de secarse y playas llenas de basura. Ya no nevaba y el sol lucía tenue, como una vela a punto de extinguirse. Me desperté desazonada y recordé que la causa de mi visión era el calentamiento progresivo de la tierra, que unos pocos dirigentes políticos del mundo intentan frenar en el presente y muchísimos científicos advierten que puede dar al traste con la futura existencia del ser humano sobre la tierra. Pero me volví a a dormir de nuevo. ¿Qué podía hacer yo, una ciudadana común y corriente, para solucionar el problema? Nada, nadie me ha dado vela en el entierro del mundo, por eso mismo me convenía seguir durmiendo. Y comenzó mi tercera pesadilla, la más terrible que hubiera podido imaginar. Vi el mismo paisaje lleno de basura, árido y seco, sin una planta miserable, con los troncos de los árboles tronchados por un vendaval de aire sucio y caliente, bajo un cielo negruzco, que no atravesaba pájaro alguno. En el silencio sepulcral oí los pasos de una mujer encorvada que tosía continuamente mientras buscaba entre la basura algo que llevarse a la boca. ¿Quién era esa mujer solitaria? Me acerqué un poco más y reconocí en su mirada algo familiar: era yo misma, en un mundo futuro. Al despertar, en el preciso momento en que la mujer levantaba los ojos del suelo y me miraba sin reconocerme, sentí no haber tenido más tiempo para preguntarle qué había sido de mi familia, de mis amigos, de todos los hombres del mundo. Pero quizá no era yo misma, me dije aliviada, quizá era una descendiente mía que se me parecía como una gota de agua. ¿Agua? En mi última pesadilla no había agua. Era el futuro, del que serían responsables tanto los dirigentes políticos de hoy como los ciudadanos que votaban a esos dirigentes dominados por intereses económicos: un círculo infernal. Y pensé que lo peor de todo era que no había posibilidad de dar marcha atrás como en el cuento de Dickens, porque la complejidad y el poder de la avaricia llegaba mucho más lejos que en el Siglo XIX, cuando el señor Srooge, el protagonista del cuento de Dickens, decidía volverse generoso y regenerar su vida en las navidades futuras. Me quedé pensativa por unos instantes, hasta que decidí encender la radio y la música de un villancico publicitario me ayudó a olvidar las imágenes del sueño. Antes de que desaparecieran del todo, me había preguntado qué sentiría Trump ante estos tres parajes soñados, pero una voz misteriosa me había dicho que Trump no sueña, no sueña, no sueña. Eso era lo más angustioso, oír aquella voz, saber que en cualquier momento puede volver a hablarte la verdad y vas a tener que enfrentarte a ella. Saber que tú sí sueñas todavía.