Los anarquistas dicen que el poder corrompe, y sin duda llevan razón, entendiendo el dicho de manera metafórica, porque corruptos o no, el poder parece alargar la vida de aquellos que lo poseen. Excepto cuando fueron asesinados, como Lincoln y Kennedy, la mayoría de los presidentes de los EEUU vivieron muchos años, y en Europa ha habido casos célebres de longevidad política, como Churchill y De Gaulle, sin olvidarnos del presidente italiano Giorgio Napolitano, que dimitió en 2015, al cumplir noventa años. Sin embargo, donde el ejercicio del poder parece un seguro de vida es en los regímenes dictatoriales ¿Cuántos dictadores han muerto de cáncer o han sufrido un infarto en edad temprana? Pocos, muy pocos, si es que hay alguno. Chávez, por ejemplo, estaba en el poder porque había ganado las elecciones, mal que les pese a sus detractores. Y si Hitler no se hubiera suicidado y Mussolini no hubiera caído en poder de las masas, quién sabe si hubieran seguido dando guerra hasta finales del Siglo XX. En otro orden de cosas, papas y ayatolas parecen cobijarse también bajo el mismo paraguas que les protege de las tormentas de la muerte. Quién sabe si era verdad que a Franco le protegía la Providencia mientras iba bajo palio, como él mismo aseguraba en su periódico discurso de Navidad. O quizá sea que a los dictadores les acompaña un diablo de la guarda, mucho más eficiente que el ángel distraído con el que contamos aquellos que no mandamos nada. Pero fue África el continente que perdió el año pasado al dictador más viejo del mundo, a la edad de 93 años. Me refiero a Robert Mugabe, presidente de Zimbabwe hasta diciembre de 2017. Un año antes había declarado que seguiría en su cargo por no decepcionar a sus seguidores, como les ocurre a cuantos tiranos ha habido, hay y habrá sobre el planeta Tierra. Con motivo de la celebración de su último cumpleaños, Mugabe dio una fiesta para la que se mataron más de cien terneros mientras su pueblo, hambriento, olía el guiso y le deseaba una buena muerte. Pero todo acaba algún día, y tanto dictadores como demócratas terminan por disolverse en el mar de la Historia, donde se mezclan los poderosos con los que no han osado matar ni una mosca: “allí los ríos caudales/ allí los otros medianos/ y más chicos/ que allegados son iguales…” ¡Cuánta razón llevaba Jorge Manrique! No deja ser un consuelo, aunque flaquísimo, saber que a Kim Jong-un, el líder entradito en carnes de Corea del Norte, le llegará también su San Antón, como a todos los marranos que ocupan el poder. Así pasó con su padre, Kim Jong-il, primero de la dinastía de los amados líderes. Viejecito achacoso, no le temblaba la mano a la hora de ordenar la decapitación de sus compatriotas–cuentan que decapitó a un colaborador fiel porque percibió que había osado usar su cenicero- ¡Hasta el mismo Trump tendría que reconocer que a él le falta mucho para alcanzar la eterna juventud de su rival coreano por medio de la crueldad y del absurdo! Quizá por eso se tiñe el flequillo de amarillo limón, para seguir siendo amado por el pueblo norteamericano por los siglos de los siglos. El poder corrompe, sin duda alguna, pero lo hace muy lentamente, y mientras… los comunes tenemos dos armas para sustraernos a sus envites: el arte y la risa. Sí, mis amados lectores, que 2018 venga para todos cargado de estas dos mercancías con las que paliar las desdichas que nos esperan a los que nada podemos, y que sigamos vivos para explicar a nuestros descendientes que no hay mal que cien años dure.