Así los llamaba Juan López de Úbeda, “enfados”. López de Úbeda fue un poeta del Siglo XVI que hizo de su carácter cascarrabias una obra de arte. Del comportamiento de algunos en misa, decía: “enfádame los golpes que están dando/ una cuenta con otra mil personas/ por darnos a entender que están rezando” o “enfádame de los que van a misa,/ por levantarse tarde, a mediodía/ y esa la quieren luego muy deprisa” o “enfádanme unos hombres que enguantados/ llegan a comulgar con tanto brío/ como si fuesen todos sus criados”, y así cientos de tercetos tan encadenados como enfadados. A mí me pasa también que me enfado cada día por una cosa o por otra. Y el problema es que, a pesar de vivir en un país libre y democrático, temo expresar mi enfado, por no coincidir con la opinión de mis convecinos, que no sé cómo percibirían mi desemejanza. Pero voy a probar. Por ejemplo, no me gusta que estén en la cárcel Junqueras y los demás políticos catalanes, no me gusta tampoco el bilingüismo del que presumen tanto los colegios, y que hace que a los niños se les enseñe en inglés la Historia de España. Y no me gustan los que cantan a los poetas, como Quevedo, Machado o San Juan de la Cruz, ahogando la música silente que solo percibe el lector de sus versos. Por cierto, ¿saben que Miguel Hernández arrestaba a los que cantaban en el frente los romances de “Vientos del pueblo”? Por algo sería) No me gustó tampoco “La librería”, de Isabel Coixet, que ha ganado todos los Goya, pero a mí me pareció que había convertido en aburrida y almibarada la novela crudísima de Penélope Fitzgerald. No me gusta viajar, que es el deporte nacional, ni me gusta el deporte ni me gustan los libros de autoayuda ni la meditación trascendental ni mi cuerpo ni mi alma. Ni siquiera me gustan los sermones del papa Francisco, porque no acaba de terminar las frases cuando llega el momento de oponerse de verdad a los poderosos. Y esto es grave, porque me gustan seres considerados despreciables por la mayoría silenciosa, como el CHE, por ejemplo, cuyo retrato preside mi mesa, al lado de otro de Juan Ramón Jiménez. Y para colmo me gustan las gominolas de los puestos más que la comida biológica ¿Cómo vivir con esta falta de coincidencia social, con este enfado íntimo y secreto? Más o menos una se acostumbra. Sin embargo ayer mismo me encontré con una fuente nueva de desasosiego. Oí el himno nacional cantado por Marta Sánchez y no me gustó nada, lo que se dice nada, nada, nada. Ya dije en otra columna que el himno español para mí no es otro que el maravilloso “Asturias, patria querida”, que cantan todos los borrachos españoles (y también las abstemias) allí donde estén, con una emoción y una nostalgia beatífica. Pero es que ese himno que cantaba la Barbi española de cabello de nylon amarillo con vestido encarnado me pareció tan triste… que tiñó de derrota roja y gualda mi día completo ¡Y resulta que a todos les gusta! Desde Rajoy hasta su alevín ciudadano ¡Qué horror! Marta Sánchez con esa pinta de Fata Morgana, el hada cambiante de la leyenda del rey Arturo, de nuevo vencedora, lanzando sus hechizos a los caballeros inocentes que la obedecían sin pestañear. Ya sé que es imperdonable que me enfade tanto, pero qué le vamos a hacer. Como diría Miguel Hernández: “Hoy estoy sin saber yo no sé cómo / hoy estoy para penas solamente/ hoy no tengo amistad/ hoy solo tengo ansias/ de arrancarme de cuajo el corazón/ y ponerlo debajo de un zapato”. Y estos versos no me enfadan, me gustan de verdad ¡Por fin!