La noticia no tiene desperdicio. Me refiero al descubrimiento de que el 80% de las obras del impresionista Étienne Terrus, que se exponían en el museo de Elne, eran falsificaciones. El tema de los plagios y falsificaciones plantea una pregunta importante sobre el valor verdadero del Arte y la Literatura, aunque el plagio literario opera de manera inversa a la falsificación artística. El plagio consiste en presentar como propia una obra ajena y la falsificación ofrece como ajena una obra propia. Como ejemplo de plagio, tenemos el de la “Epístola moral a Fabio”, de Andrés Fernández de Andrada, usurpada por otros poetas barrocos, mientras su autor, ajeno a la fama de su obra, moría abandonado en las Américas. El caso contrario es el de esos internautas que se dedican a colgar textos cursis y simplones haciéndoles pasar por poemas de Neruda o de Borges. ¿Por qué lo harán? Pero hablando de Borges, cuenta Héctor Abad Faciolince en “El olvido que seremos”-una obra autobiográfica que les recomiendo vivamente- cómo encontró, en la chaqueta que llevaba su padre cuando le asesinó un sicario en plena calle, un papel con un poema escrito a mano que se titulaba “El olvido que seremos” y cuyo autor era Borges, según figuraba escrito en el mismo papel. Tras el hallazgo, buscó el poema en los libros de Borges, pero no encontró nunca ni rastro de él en su obra. Y ahora recuerdo otro caso de verdad curioso. Me refiero a la rima de Bécquer titulada “A Elisa”. Rafael Montesinos descubrió que su autor era Fernando Iglesias Figueroa, médico madrileño bromista y enamoradizo que se lo dedicó a Elisa, su novia, y luego lo hizo pasar por obra de Bécquer ¡Qué hermosa historia! Que tu novio consiga que Bécquer te dedique una rima tiene que ser definitivo. En el mercado artístico, las falsificaciones obedecen a una razón menos romántica. Recuerdo el caso del claustro románico de Mas del Vent de Palamós, que primero se creyó una amplificación del claustro de la Universidad de Salamanca y los últimos estudios aseguran que pertenece al “románico del siglo XX”, realizado para dar el timo a los anticuarios norteamericanos. María José Martínez, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid, nos dio cumplida cuenta del tema en la Fundación Segundo y Santiago Montes, antes de que los periódicos consignaran el hecho. También comentamos aquella tarde, como es lógico, “Fraude”, la película de Orson Wells, centrada en la figura del falsificador Elmyr D’Hory, capaz de pintar picassos, matises y modiglianis con una maestría admirada por los propios autores falsificados, por supuesto realizando cuadros originales, no simples copias. Y hay una anécdota que contaba uno de los hijos de Unamuno que no me resisto a consignar: sufriendo él en París grandes estrecheces, le pidió dinero a Picasso, que le regaló unos dibujos para que pudiera aliviar sus penurias económicas con lo que sacase por la venta de los mismos. Pero uno fue rechazado por los compradores, convencidos de que era una falsificación. Cuando se lo comentó al pintor, éste no dudó en contestarle con sorna: es que yo también sé pintar picasos falsos. Lo contrario le ocurrió a Charlie Chaplin cuando se presentó a un concurso de imitadores de Charlot y quedó el segundo. La lista sería interminable, y sin embargo cada vez que se descubre una nueva falsificación -no me refiero a las meras copias, sino a cuadros originales pintados a la manera de…- surge de nuevo la pregunta sobre la verdad y la mentira en el arte, y sobre el papanatismo que impera en el gusto del público. Sí, los falsificadores se encargan de que no duerman del todo tranquilos los millonarios que secuestran las obras de arte que deberían pertenecernos a todos. Por cierto, ¿saben que la palabra “plagio” viene del griego y significaba “secuestro”?