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Esperanza Ortega

Las cosas como son

La primera mirada

Hace años leí un texto de León Tolstoi titulado “La muñeca de porcelana”. Parecía la descripción de un sueño erótico: el protagonista acariciaba a una mujer mientras ella iba desapareciendo entre sus manos, hasta reencontrarla en medio de la almohada, convertida en una figura minúscula, del tamaño de una de esas vírgenes de marfil fosforescente de nuestra infancia, que lucían en la oscuridad.  Cuál no sería mi sorpresa cuando hace muy poco, leyendo las memorias de Tolstoi, me encuentro con un recuerdo que tiene con aquel relato una gran similitud.  Cuenta el autor de Ana Karenina cómo veía a su madre mientras de niño conversaba con ella en la cama antes de dormirse:

Cuando tras haber acabado mi taza de leche bien azucarada se me cerraban los ojos llenos de sueño, permanecía quieto y me quedaba escuchando a mamá (…) La miraba fijamente con los ojos ofuscados por el sueño y en mis pupilas se hacía pequeña, pequeña; su rostro no era mayor que uno de los botones de mi chaqueta, pero lo distingo claramente y veo que me mira y me sonríe ¡Qué bueno es tener una mamá tan pequeñita! Cierro aún más los párpados  y va disminuyendo, disminuyendo; ya no es más grande que la imagen de un niño en el fondo de una pupila.

He traído a colación este texto porque es un recuerdo de la madre particularmente original. La madre, que sin duda ocupa el lugar central entre las figuras infantiles, sin embargo, en los libros de las memorias suele ser evocada por medio de lugares demasiado comunes. Normalmente todos coinciden en atribuirle una belleza y una dulzura excepcionales, por lo que los relatos de los escritores más diversos pueden resultar intercambiables. Las escritoras, al contrario, revelan en sus autobiografías relaciones difíciles con sus madres, ante las que manifiestan incluso una suerte de rivalidad. Los años pasados no borran de la memoria de Rosa Chacel, por ejemplo, la virulencia de las riñas con su madre, cuando ésta ejercía con ella la doble tarea de madre y maestra:

Se levantaba de la mesa, me reconvenía o me insultaba, pero el furor le cortaba la palabra y se echaba a llorar. Andaba de un lado para otro de la habitación sollozando, y cuando ya no podía contenerse daba con la cabeza en la pared como si fuese una cabeza ajena (…) Yo en estos casos no decía nada: lloraba desesperadamente y todo terminaba así, las dos llorábamos mucho rato y luego dejábamos de llorar.

Sin duda, lo que enfrentaba a Rosa Chacel con su madre era la conciencia de ser menos inteligente de los que ella hubiera deseado que fuera su hija, en la que proyectaba sus propias frustraciones. Muy semejante es el reproche que Esther Tusquets hace a su madre cuando recuerda su relación infantil con ella:

Pero si nuestra relación se quebró, si en algún momento de la adolescencia me enfrenté a ti y no bajé durante tantos años la guardia, no fue por nada que me dijeras, me hicieras, me dejaras de hacer, por nada que dijeras, o hicieras o dejaras de hacer a otros. Fue porque comprendí – en una súbita revelación que debía de haber madurado largo tiempo en secreto en mi interior- que nunca (y, en cuanto se relaciona contigo “nunca” es un nunca sin paliativos ni esperanza), por mucho que me aplicara, lograría tu aprobación. (…) y por consiguiente el único modo de afirmarme y de no sucumbir era enfrentarme a ti. Pero descubrí algo todavía más grave y por igual irreversible, y era que tampoco nunca, por mucho que nos esforzáramos, ibas a permitir que te hiciéramos feliz.

Al contrario que Esther Tusquets, las escritoras que rememoran una relación apacible con la madre son las que encontraron en la figura materna una complicidad a la hora de realizar su vocación artística. Así recuerda Carmen Martín Gaite a su madre, como una aliada, al menos en el deseo de escapar de la realidad cotidiana por medio de la imaginación:

Mi madre siempre tuvo la costumbre de acercar a la ventana la camilla donde leía o cosía, y aquel punto del cuarto de estar era el ancla, era el centro de la casa. Yo me venía allí con mis cuadernos para hacer los deberes, y desde niña supe que cuando abandonaba sobre el regazo la labor o el libro y empezaba a mirar por la ventana, era cuando se iba de viaje. “No encendáis todavía la luz –decía-, que quiero ver atardecer”. Yo no me iba, pero casi nunca hablaba porque sabía que era interrumpirla. Y en aquel silencio que caía con la tarde sobre su labor y mis cuadernos, de tanto envidiarla y de tanto mirarla, aprendí no sé cómo a fugarme yo también.

 Y la madre pobre, la madre inculta, la madre zafia y fea –habremos de convenir que también existiría-, ¿cómo es recordada? La miseria en nada contribuye a la expresión de los afectos, es verdad, sin embargo las escritoras poseen una sensibilidad especial para distinguir los gestos con los que sus madres pobres manifestaban un amor nunca expresado con palabras. Herta Müller, en el discurso de recepción del Premio Nobel, nos ofrece un relato insuperable del hilo secreto que le unía a su madre, recordando la pregunta que ella le hacía cada vez que salía de casa para ir al trabajo:

¿Tienes un pañuelo? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿Tienes un pañuelo? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.

Todas las madres citadas aparecen como madres reales, que vivieron al lado de sus hijos. Y sin embargo es la madre de la que el niño recuerda apenas el grito que dio al morir la protagonista del relato a mi entender más revelador de la relación intima entre madre e hijo. Me refiero a la madre ensoñada de Aharon Appelfeld, que se muestra en su imaginación con un realismo inalterable después de muerta. Appelfeld huyó de un campo de concentración nazi a los 8 años, y estuvo vagando por los campos a punto de morir de sed. Habiendo hallado un arroyo providencial, dio el primer sorbo de agua, y fue entonces cuando se le apareció su madre, tal como él la recordaba, antes de que fuera asesinada por los nazis:

Me arrodillé y bebí. El agua me abrió los ojos y vi a mi madre, que hacía días que había desaparecido de mi mente. Al principio la vi junto a la ventana, de pie, observando, como tenía por costumbre hacer, pero de pronto volvió su cara hacia mí. Se asombró de que estuviera solo en el bosque. Fui a su encuentro, aunque enseguida comprendí que si me alejaba no volvería a encontrar el arroyo, y me quedé de pie. Volví para mirar el círculo pequeño por el que mi madre se me había aparecido y el círculo se cerró.

 Es curioso que escritores con infancias tan opuestas como León Tolstoi y Aharon Appelfeld coincidan en hacer disminuir la figura de la madre hasta que desaparece en su memoria. Sin embargo, el sentimiento de su proximidad invisible sigue siendo, en los dos casos, igual de consolador. Pienso ahora, comparando ambos textos, que quizá el agujero por el que desaparece y vuelve a asomarse la madre en los momentos decisivos puede ser la pupila del niño que conserva su imagen pequeña mientras, ya grande, observa las presencias del mundo. Sí, quizá por debajo de todas esas presencias, asoma el rostro en cuyos ojos nos vimos por vez primera como en un espejo minúsculo. Y quizá, para todos, la madre sea eso exactamente: la primera mirada.

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Sobre el autor

Esperanza Ortega es escritora y profesora. Ha publicado poesía y narrativa, además de realizar antologías y estudios críticos, generalmente en el ámbito de la poesía clásica y contemporánea. Entre sus libros de poemas sobresalen “Mudanza” (1994), “Hilo solo” (Premio Gil de Biedma, 1995) y “Como si fuera una palabra” (2007). Su última obra poética se titula “Poema de las cinco estaciones” (2007), libro-objeto realizado en colaboración con los arquitectos Mansilla y Tuñón. Sin embargo, su último libro, “Las cosas como eran” (2009), pertenece al género de las memorias de infancia.Recibió el Premio Giner de los Ríos por su ensayo “El baúl volador” (1986) y el Premio Jauja de Cuentos por “El dueño de la Casa” (1994). También es autora de una biografía novelada del poeta “Garcilaso de la Vega” (2003) Ha traducido a poetas italianos como Humberto Saba y Atilio Bertolucci además de una versión del “Círculo de los lujuriosos” de La Divina Comedia de Dante (2008). Entre sus antologías y estudios de poesía española destacan los dedicados a la poesía del Siglo de Oro, Juan Ramón Jiménez y los poetas de la Generación del 27, con un interés especial por Francisco Pino, del que ha realizado numerosas antologías y estudios críticos. La última de estas antologías, titulada “Calamidad hermosa”, ha sido publicada este mismo año, con ocasión del Centenario del poeta.Perteneció al Consejo de Dirección de la revista de poesía “El signo del gorrión” y codirigió la colección Vuelapluma de Ed. Edilesa. Su obra poética aparece en numerosas antologías, entre las que destacan “Las ínsulas extrañas. Antología de la poesía en lengua española” (1950-2000) y “Poesía hispánica contemporánea”, ambas publicadas por Galaxia Gutemberg y Círculo de lectores. Actualmente es colaboradora habitual en la sección de opinión de El Norte de Castilla y publica en distintas revistas literarias.