Hace unos días la Jueza Lamela de la Audiencia Nacional dictó una sentencia absolutoria para nueve anarquistas acusados de terrorismo. Así terminó la pesadilla del caso Pandora. Los indicios de la policía se basaban en que los acusados eran de ideología anticapitalista y de práctica vegana, feministas y animalistas. Visto así, excepto porque me encanta el jamón, a mí me podrían arrestar mañana mismo. Para que se hagan una idea, esta es una de las pintadas que, según la fiscalía, los delataba como peligrosos terroristas: “La libertad no se fuma, no se bebe, ni se esnifa; la libertad se conquista”. Pero es que además, en los registros de sus viviendas se hallaron productos tan peligrosos como azúcar, vinagre y zumo de lombarda, que, según la policía, no podían servir para otra cosa que para fabricar explosivos, dado que uno de los activistas vivía cerca de una sucursal bancaria cuyo cajero había sido incendiado dos veces. No, no es broma, menos mal que la jueza Lamela aquí ha estado fina. Y este relato propio de la peor novela de Enid Blyton lo he asociado yo, por contraste, a los reportajes del recientemente desaparecido Tom Wolfe, en los que de una manera tan literaria como periodística, adobaba la realidad hasta convertirla en verdad de la buena. Pero volviendo al tema, también por estas fechas leí la noticia de que el “Venceréis pero no convenceréis” de Unamuno ante Millán-Astray en la Universidad de Salamanca no se produjo realmente, al menos con la contundencia con que lo contó en 1941 Luis Portillo Pérez, en una magnífica recreación literaria. En cualquier caso, aún suponiendo que la frase no le saliera tan redonda, estoy segura de que se pudo entresacar de su discurso y de que Unamuno hubiera deseado pasar a la historia por haberla dicho. Lo mismo le sucedía a Tom Wolfe, que era capaz de interpretar incluso el fluir de la conciencia del protagonista de alguno de sus reportajes, dado su conocimiento no solo de la persona retratada sino del ser humano en general. García Márquez, gran admirador de Tom Wolfe, llegó mucho más lejos en sus labores periodísticas según nos cuenta en el texto titulado “Historia íntima de una manifestación de 400 horas”: cuando era un reportero desconocido, tras haber viajado hasta El Chocó (Colombia) y haberse encontrado con que la manifestación de protesta de la que iba a informar ya se había disuelto. ¿Qué solución encontró? Representar de nuevo lo sucedido en la plaza desierta. Y según el relato de García Márquez la manifestación segunda fue más unánime y convincente que la primera, por lo que los manifestantes consiguieron que se atendieran sus reivindicaciones. Lo contrario sucedió en Valladolid, en los años setenta, cuando los estudiantes paramos un tren en la Pilarica: ocupamos la vía, y el maquinista, para nuestro asombro, paró el tren en seco. Tanto nos maravilló lo que habíamos hecho, que nos quedamos detenidos, exponiéndonos a ser apaleados. Pues bien, después de los años he encontrado “negacionistas” que afirman que esta anécdota prodigiosa no es más que una leyenda urbana. Quizá los incrédulos sean los mismos papanatas que sí que se creen que el zumo de lombarda puede ser un explosivo, o quizá no. También los historiadores negaban que Troya hubiera existido hasta que se descubrieron sus restos arqueológicos. En cualquier caso, la verdad algunas veces resplandece, aunque no parezca real. Me refiero a la verdad que consigna quien sabe elegir, entre un conjunto de banalidades, lo que vale la pena que sea recordado y transmitido. Los antiguos lo llamaban mito y nosotros lo llamamos literatura.