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Carlos Aganzo

El Avisador

Cultura y contracultura, al pie de la letra

Allen Ginsberg dijo que las canciones de Bob Dylan eran maravillosas «cadenas de imágenes intermitentes». El más salvaje de los poetas de la Generación Beat fue compañero y cómplice contracultural del autor de “Blowin” in the Wind”, durante su mítica gira Rolling Thunder Revue, de 1975. Sin duda una de las claves del brillo fulgurante de la figura de Dylan está en su música, en su capacidad de sincretizar, de manera singular, ritmos y melodías del folk, del blues, del rock, del country, del jazz… Pero no podemos olvidarnos en manera alguna de las letras. Esas letras que le han llevado a estar propuesto para el Premio Nobel de Literatura.

De hecho, y aunque le pidió a Robert Shelton que dejara patente en su biografía que él no tomó su nombre artístico (el verdadero es el de Robert Allen Zimmerman) inspirado por el poeta Dylan Thomas, lo cierto es que la obra del galés sí fue una de las primeras influencias claras en su composición literaria; a pesar de haber manifestado públicamente que la poesía de Thomas estaba escrita «para gente que no está realmente satisfecha en la cama». La prioridad de las letras, de la poesía, fue decisiva ya desde su primera apuesta por el folk en lugar del rock, al que su oído era seguramente más favorable. Para Dylan el rock, en general, no era suficientemente artístico: «Había muy buenas frases pegadizas y un ritmo contagioso, pero las canciones no eran serias o no reflejaban la vida de un modo realista. Supe que cuando me metí en la música folk, era una cosa más seria. Las canciones estaban llenas de tristeza, de triunfo, de fe en la sobrenatural, y tenían sentimientos más profundos», dejó dicho.


Con estas premisas, y con su genialidad manifiesta a la hora de combinar buena letra y buena música, su primer sencillo, “Like a Rolling Stone”, terminó siendo reconocido como una de las mejores canciones de todos los tiempos. A la expresión poética de los sentimientos profundos se irían sumando, sucesivamente, nuevos posicionamientos éticos y estéticos: la protesta social, la ironía, los valores religiosos, la filosofía y hasta un cierto y muy particular surrealismo, que no siempre fue entendido por sus seguidores. Una voz, en cualquier caso, indiscutiblemente propia y capaz de atraer a millones de personas.

En paralelo a lo cautivador de sus canciones, y sobre la base de éxitos que son ya patrimonio de la música del siglo XX, Bob Dylan ha ido forjando además, alrededor de su persona, un auténtico mito. Desde su manera de vestir y de actuar en el escenario hasta sus silencios y manifestaciones públicas, como aquella vez, durante la entrega del premio Tom Paine, en la que subió borracho al escenario para decir que en Lee Harvey Oswald, el asesino de J.F. Kennedy, veía algo no sólo de sí mismo, sino «de todos los hombres».

Cantor enamorado, poeta rebelde, rockero irredento, militante de los derechos civiles, cristiano renacido… A pesar de todas sus mutaciones, Dylan siempre ha conseguido mantenerse en primer plano de la actualidad, y del interés del público. A fuerza de militar en la contracultura, su imagen ha llegado a convertirse en uno de los iconos más reconocibles de la cultura estadounidense.
Por eso no es de extrañar que ahora vuelva a sorprender colocándose, por octava vez en su carrera, en el número 1 del Reino Unido. Ni de que lo haya hecho, además, apoyándose en otro de los grandes mitos de su país: la voz de Frank Sinatra. Sólo Dylan podría cambiar el folk por el rock, a Allen Ginsberg por Frank Sinatra, sin perder un gramo de autenticidad. Una vez más, lo ha vuelto a hacer.

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