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Carlos Aganzo

El Avisador

El arte, cuando arden las pérdidas

Aprimera vista, tal vez parezca que los ojos de San Pablo, tal como lo pintó Ribera en el siglo XVII, y los de Kirsten Dunst, atrapados por la cámara de Lars von Trier en el XXI, no tienen nada que ver. Pero no es verdad. Los primeros, arrasados por la tristeza, buscan en el más allá lo que el mundo ya parece incapaz de ofrecerles; los segundos, entregados al desistimiento al tiempo que suena el preludio de ‘Tristán e Isolda’, de Richard Wagner, han renunciado ya a toda esperanza. Entre una y otra imagen, separadas por cuatro siglos, hay un hilo invisible. Un hilo que está tejido con el desencanto, con la decadencia, con la conciencia doliente de lo perdido. Un hilo que se mantiene intacto de manera cíclica en nuestra cultura a lo largo de la historia.

Fueron los griegos, a falta de otras fuentes más antiguas, los que inventaron la melancolía. La llamaron “bilis negra”, uno de los cuatro humores -junto a la bilis amarilla, la sangre y la flema- que, según Hipócrates, conformaban el temperamento humano. Desde entonces hasta ahora el fenómeno ha sido recurrente. Los griegos cayeron en melancolía cuando su cultura fue travestida por los romanos; los romanos echaron bilis negra cuando su civilización fue pisoteada por los pies descalzos de los bárbaros, y a partir de ahí no hubo empresa, imperio ni señorío que no entrara en depresión en el instante mismo de haber tocado su apogeo; si no antes. Tanta ha sido la adicción de los europeos a este fenómeno, que Víctor Hugo acabó definiendo la melancolía, a principios del XIX, como la “felicidad de estar triste”.
La exposición que ahora se estrena en Valladolid, y que después seguirá camino por Valencia y Palma de Mallorca, nos habla sin embargo de un momento de melancolía muy especial: aquel que surge del tránsito entre el esplendor y la muerte del imperio español, en los siglos XVI y XVII. Eso que se ha dado en llamar Siglo de Oro, con figuras literarias como las de Quevedo, Lope de Vega, Cervantes, San Juan o Santa Teresa de Jesús -“tristeza y melancolía no las quiero en casa mía”, decía la de Ávila-. Y con artistas, en el mundo de la plástica, de la talla de Rubens o Velázquez, algunos de ellos tan nítidamente melancólicos como El Greco, Ribera, Ribalta o Zurbarán, cuyos santos representan la máxima expresión de la vibración del alma humana ante el desasosiego. O como Valdés Leal y Antonio de Pereda, cuyas calaveras recuerdan la obsesión de la época por el tiempo y la muerte. La melancolía, que distinguió ya desde el Renacimiento a príncipes, poetas y filósofos, tanto más tristes cuanto más conscientes de la condición humana; la que terminó encarnando el personaje más célebre de la literatura española de todos los tiempos: el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Una historia universal del desengaño que, de manera consecuente, ha traído siempre consigo momentos de altísima creatividad. Entonces, cuando los sueños más altos de los hombres se vinieron abajo estrepitosamente, y ahora, en un tránsito muy parecido. Pues a la vista está la tremenda actualidad de la melancolía en un tiempo como el nuestro. Un tiempo que se inaugura con el grito de “no futur” de los ?punkies?, y que tiene quizás su máximo esplendor en el pesimismo existencial de la llamada cultura ‘grunge’, o Generación X, con la música de Nirvana y el suicidio de Kurt Cobain como hito generacional… También ‘El desencanto’. de Jaime Chávarri, o ‘Arden las pérdidas’, de Antonio Gamoneda, en nuestro entorno. Lo que decía, sin duda con Juan de la Cruz en su cabeza, la gran María Zambrano en su definición de melancolía: “la manera de tener no teniendo, de poseer las cosas por el palpitar del tiempo, por su envoltura temporal”. La belleza, cuando se marchita en un segundo, inmediatamente después de haber alcanzado su esplendor, delante de nuestros ojos.


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