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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Un anciano colosal

En este septiembre fugaz recién concluido ha doblado, tan erguido musicalmente como el día en que empezó, la esquina de los ochenta el por todos conocido como coloso del saxofón. Sonny Rollins celebró la onomástica de la única manera en que podía hacerlo, de la única que sabe: soplando las velas metafóricas a través del tubo de metal de su Selmer tenor. Imagino el evento quedó registrado y lo sacarán en breve en cedé doble o algo así, pero le pongan precio al disco, lo lancen sin fe al mar indistinto de las plataformas digitales o permanezca únicamente en la memoria agradecida de los afortunados presentes, Rollins tenía que celebrar los ochenta soplando: lleva así más de sesenta y cinco, desde que escuchase al fondo de la calle a su vecino Coleman Hawkins y decidiera – sintiera y supiera – que lo suyo eran esas volutas de notas vibrantes y no las blanquinegras del piano.

Rollins, nacido Theodor Walter, emitió su primer berrido (sin que haya quedado documento de tan germinal suceso, que a lo mejor daba indicios del caudal sonoro que años más tarde brotaría de esos pulmoncitos) el 7 de septiembre del año 30. Tras los aludidos comienzos a las ochenta y ocho teclas y la revelación sonora y vital que le supuso la escucha de Hawkins, a quien adoptaría de inmediato como su padre musical, se enfiebra con el saxofón, se zambulle en la revolución be-bop circundante y alcanza tal pericia que ya en el año 48 popes sagrados del movimiento como J.J. Johnson o Bud Powell lo reclutan para integrar sus grupos. Aquellas gloriosas sesiones, junto a otras no menos gloriosas junto a Miles Davis o Monk, le valieron de pasaporte a sus primeras grabaciones como líder, que lo convirtieron en el saxofonista emblema de la casa Prestige en la década de los 50, para quienes firma su primera obra incontestable en el año 56, aquélla que le legó el más famoso de sus apodos. Saxophone Colossus es magistral desde la minimalista y contundente portada bicolor hasta la última nota de Blue 7, tema final de un disco que, junto al Way Out West y las sesiones en directo grabadas en el Village Vanguard de Nueva York un año más tarde, forma la troika de síntesis ideal para adentrarse en el universo Rollins. Todo está aquí, aparte de ese sonido gigante y un punto ácido indentificable desde el vamos: el uso de formas musicales arcanas, como el calipso, para insuflar nueva vida a estándares archiconocidos o para crear él mismo un estándar; su preferencia por los desarrollos temáticos en los solos, muchas veces partiendo de una breve, simple frase sobre la que él ejerce variaciones y variaciones de infinita inventiva, que la expanden como una flor sonora que se abriera sin límite; la encantadora manía de salpicar su discurso con citas de cancioncillas populares o infantiles, o de tono burlesco… Y ante todo un latido rítmico sobrehumano, un manejo malabar de síncopas, silencios, notas a contratiempo, etc., de todas esas herramientas sin las cuales al corazón del jazz se le arrebataría su bum característico. Rollins ha llegado a solear tocando la misma nota durante dos, tres minutos, “simplemente” distribuyendo espacios, silencios, atacando la nota de distintas maneras. Uno lo escucha y no echa en falta nada más. Siendo el sonido de su saxo lo primero que llama la atención, es esta cualidad de arquitecto del tiempo la esencial aportación de este anciano colosal.

No quiere esto decir, por supuesto, que Rollins no haya trabajado su sonido, que éste sea el mero producto físico de unos pulmones bien dotados. La otra característica que mejor define a Rollins, característica que no se oye pero sin la cual no se oiría lo que se oye, es su incansable e insaciable sentido de la autocrítica, un rigor que calificaríamos de luterano si no fuera porque lo alimenta la alegría del canto. Ese sentido lo llevó a borrarse voluntariamente de la escena musical durante los periodos del 59 al 61, justo cuando su fama se encontraba en mayor apogeo, y del 69 al 71. En estos lapsos no dejó de tocar (bajo un puente, para no molestar a los vecinos, lo que dice mucho en su favor), de investigar, de nutrirse, de cimentar ese yo que le permitiese ir más allá del yo cuando se subiera más tarde a un escenario o metiera en un estudio. Del primer lapso salió con The bridge, tal vez el disco de Rollins que uno se llevaría a una isla desierta, y del segundo con Next album, que inicia la que acaso fuese la etapa más sosegada de Rollins, si es que tal calificativo puede aplicarse a tan volcánico creador. Su curiosidad infatigable no se ha visto mermada desde entonces, ni su rigor, ni su sed de exploración, que entre otras cosas le llevaron a incluir en las filas de su banda a algunos de los jóvenes más sugerentes, como Branford Marsalis o Russell Malone, y a escucharlos como si él fuera el alumno.

Cuando lo vi en el Festival de Jazz de Vitoria hace un par de años, nos informaron de que había comenzado la prueba de sonido a las cuatro de la tarde. El pase de su grupo comenzaba a las once de la noche. No hay otra vocación que la que se cultiva a diario.

(La sombra del ciprés, octubre de 2010)

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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