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Eduardo Roldán

ENFASEREM

El mudo eterno

Corría el año 1928 y Charles Chaplin era un hombre fuera de su tiempo. Él, que había contribuido como nadie a explorar y difundir los misterios y los encantos de esa linterna mágica que, al cabo, llegaría a convertirse en el arte definitorio del siglo, sentía ahora que el teórico avance que un año antes había supuesto la adición del sonido a la imagen no era sino el primer e irreversible paso hacia la muerte anticipada del cine. Para Chaplin el cine era un arte visual, pictórico, gestual, y la palabra no haría sino desvirtuar la esencia de ese arte, hacerle perder fuerza de la misma manera en que una guarnición copiosa hace perder sabor y aroma a la pieza de carne que acompaña, que es lo que en realidad importa del plato. Hoy a nadie le puede caber ya duda de que la palabra es parte constitutiva de la imagen, tan determinante en su significado como lo puedan ser el punto de vista adoptado en el encuadre o la paleta cromática elegida, pero entonces la cosa no estaba tan clara. Si por algo se caracteriza Chaplin es por un uso de los medios narrativos tan económico como expresivo. Muy pocos, si alguno, han sido capaces de dar tanto con tan poco. Y en ese enfoque, rigorosísimo, la reiteración, el subrayado, están por completo vetados. Chaplin creía – y tenía motivos para hacerlo, pues la inmensa mayoría de los filmes parlantes de entonces era a lo que se limitaban – que la palabra solo repetía lo que la imagen ya había mostrado, y que por tanto no la enriquecía sino que le sustraía fuerza. Pero había otro motivo oculto en su obstinación: Charlot había logrado, con los elementos escuetos de un bombín sufrido, un bastón combado, unos zapatones payasísticos, un esmoquin raído y un bigotito recortado, y el solo aderezo de su propia alquimia gestual, tocar la fibra universal del mundo como quizá ningún otro artista, crear un icono de tal magnitud que casi podríamos definir como una suerte de arquetipo junguiano del siglo XX. La pregunta que atormentaba a Chaplin era pues sencilla y trágica: ¿lograría Charlot dar el salto al sonoro sin morir en el intento?

Luces de la ciudad, de la que ahora vienen a cumplirse 80 años de su estreno, es así un canto del cisne por un cine que irremediablemente se estaba yendo, y un canto de amor – como en otro sentido lo sería Candilejas años más tarde – por un oficio, el de mimo, que agonizaba a velocidad de Ford-T. El resultado de este canto, de este empeño obcecado de Chaplin, obtuvo, pese a los tres años que pasaron desde que comenzaron a oírse voces en las salas hasta la fecha de su estreno, una acogida masiva, y fue saludado como una obra maestra de la comedia romántica. Y todo ello sin variar ninguno de los elementos por los que Charlot era Charlot. Así la trama mínima, directa, cristalina, cuyo avance, como en todo o casi todo el cine de Chaplin, no se debe en realidad a un desarrollo dramático sino que se produce a base de azares inverosímiles, incidentes que van enlazando un sketch con el siguiente y que sin embargo el espectador no siente como forzados sino naturales (magia que también poseía Hitchcock, por cierto). La trama de Luces…, desde el primer encuentro con la violetera – en una escena que, precisamente sin hacer uso de la palabra, con la mera conjunción del sonido de un coche arrancando y la vuelta no tomada del pago de la flor, es uno de los mejores ejemplos de ese magistral uso de la economía fílmica a que antes hacíamos referencia -, hasta la escena final en la que ella, ya vidente, lo reconoce, no es sino una cadena de números cómicos hilados por brotes de suerte. La peripecia amorosa del vagabundo funcionaría, desde este punto de vista, como excusa argumental para la muestra del genio cómico, mímico de Chaplin. De entre ellos cabría recordar la primera vez que en el río salva la vida del millonario o el hilarante baile boxístico con el árbitro como escudo involuntario. Los gags de Chaplin son éxtasis de presente; Chaplin mimo es bailarín y atleta (tanto como Keaton o Lloyd), además de humorista, y como cualquier buen atleta o bailarín, y como cualquier humorista, vive el presente en plenitud, la muerte no existe para él mientras está ejecutando su número. Hay en este anclarse en el presente, desde luego, una gran dosis de ingenuidad, de inconsciencia: el peligro, mientras uno siga vivo, significa que se está sorteando, y todo lo que quiere es salir del atolladero, sin plantearse las consecuencias. El gag sería así una extensión de la propia personalidad del personaje Charlot, quien, salvo que un accidente lo “despierte”, solo le preocupa conseguir una moneda para comer si le entra hambre, y solo para esa vez, sin plantearse el mañana, el después.

Tras el éxito de Luces…, Chaplin conoce a Churchill y otros prebostes, encuentros políticos que acentúan su compromiso con la izquierda; un compromiso, por otro lado, siempre presente en sus declaraciones y en su cine, pero por el que ahora se lanza a un proyecto de denuncia mucho más explícito y didáctico. Ya el subtítulo de arranque de Tiempos modernos – “Una historia sobre la industria, la iniciativa individual y la búsqueda de la felicidad” – nos remite a los principios básicos de los padres fundadores de América (el espectador atento puede ver un retrato de Lincoln colgado en la celda del obrero). Chaplin se dispone pues a contarnos el sueño trunco en que esos loables propósitos han quedado. Propósitos puros, como su personaje, de una nobleza intrínseca que no obstante ha acabado pervirtiéndose.

Cualquiera pensaría que, tras la crisis de identidad que supuso la filmación de Luces de la ciudad, y con el cine parlante ya como única opción productiva, Chaplin abrazaría para Tiempos modernos el sonoro en toda su plenitud. Error. De hecho, en el filme solo otorga la palabra a los vendedores del ingenio alimentario mecánico que tratan de enriquecerse y al director de la cadena de montaje, suerte de Gran Hermano capaz de espiar hasta lo que ocurre en los lavabos, y el único momento en que Chaplin “habla” es en el baile final, donde improvisa una descacharrante canción en una lengua entre el francés, el ruso y otros idiomas, que de algún modo, genialmente, consigue hacer inteligible al espectador: no importa tanto el qué como el cómo, el sentido de las palabras como su sonido e interpretación. Esta escena es ejemplo máximo del mayor logro de Chaplin como realizador, el acento de su estilo: la permanente sensación de descubrimiento que transmiten sus imágenes. El propio Chaplin fue descubriendo el cine mientras lo hacía, fue el niño más curioso a la hora de manejar ese tren eléctrico maravilloso – en palabras de Orson Welles -, y quizá sea de esa sensación de descubrimiento permanente lo que hace que sus cintas hoy, 80 o 75 años más tarde, permanezcan tan frescas e inagotables como el día en que se filmaron.

(La sombra del ciprés, febrero de 2011)

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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