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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Dopaje

Apenas queda una semana para que comience la Olimpiada y millones de mortales de todo el mundo se cuelguen de la pantalla del televisor para contemplar las hazañas que los dioses del deporte llevarán a cabo en la polucionada Londres por tierra, agua y aire. El vértigo de la competición llevado a su éxtasis y el oro como remedio contra el olvido. Sin embargo, tras el brillo del récord surge la pregunta, pero cómo es posible, que no queremos escuchar hasta que el primer positivo se da a conocer y nos arruina la estrategia de la sordera.

¿Dónde termina la genética y comienza la química? ¿Dónde termina el gimnasio y comienza el laboratorio? Probablemente en los despachos donde los representantes de los atletas, los patrocinadores y las televisiones negocian las primas por cada récord superado. Hace ya muchos años que el sueño de amateurismo del Barón de Coubertin quedó enterrado en la caja fuerte de algún banco suizo, y el que un atleta sea capaz de prestar su cuerpo —que es su alma— como cobaya de dopaje aun a riesgo de que lo detecten es la prueba irreversible de ese entierro. Cierto: hay atletas que no saben, pero creer siempre en el atleta como víctima del complot es de una ingenuidad cegata. La responsabilidad de la mentira es un círculo compartido entre atletas, entrenadores, emporios deportivos, medios de masas y sí, también de los espectadores que insaciables no quieren dejar que el éxtasis decaiga, más partidos, más torneos, más alto, más fuerte, más rápido, más, más, más. Si el objetivo es solo recortar un segundo al cronómetro o añadirle un metro al salto, si lo único que importa es la meta y no el camino, uno ha llegado a pensar que sería mejor —y sin duda más honesto— que suprimiesen los controles antidopaje por completo, y allá cada cual. ¿Que un atleta revienta en mitad de la prueba? Gaje del oficio, sabía a lo que se arriesgaba. Las Olimpiadas hace mucho que dejaron de ser un juego.

(El Norte de Castilla, 19/7/2012)

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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