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Eduardo Roldán

ENFASEREM

¿Muerte del cine?

¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte del cine? Es evidente que el cine, al igual que la novela, no ha muerto ni morirá nunca como producto narrativo, por la sencilla razón de que el hombre lleva contándose historias desde que ocupaba las cavernas, y se las seguirá contando hasta que las vuelva a ocupar. (Otro tema es hasta qué punto la tecnología ha desvaído el poder narrativo y comunicativo del cine, pero ese no es problema de la tecnología sino de quienes, cineastas y también espectadores, creen que la tecnología, o sea el envoltorio, basta para justificar el metraje de la película). De lo que hablamos cuando hablamos de la muerte del cine es de algo más específico y a la vez más extraño al hecho de contar una historia en imágenes: hablamos de la muerte del cine en salas. Algo más extraño porque en definitiva una historia en imágenes se puede contar y se puede ver de muchas maneras, y algo más específico porque hasta hace muy poco el término > llevaba aparejado como atributo inseparable, sin el cual no se podía entender, el hecho de darse el paseo hasta la sala y hacer cola y comprar la entrada y ver la película a oscuras en una pantalla alzada y grande.

Y en las salas españolas el cine, si no muerto, sí que está en fase terminal. El número de espectadores desciende año tras año, casi a la misma velocidad que la oferta de ese otro cine, con frecuencia más interesante, que queda al margen del cine-franquicia, cine-blockbuster o cine-multiplex, como se quiera llamar. Sin duda la piratería juega un papel central en este descenso de espectadores ―y donde se dice piratería léase Gobiernos, que no hacen por erradicarla―; se da la triste paradoja de que el espectador inquieto, que suele preferir el cine en sala y pagaría por él, no tiene una oferta que le atraiga, y que quien sí la tiene suele ser quien más películas se descarga y le da igual verlas en un teléfono que en una tableta. Y es que hay un problema añadido de cultura fílmica. Las películas ahora se consumen como si fueran una bolsa de pipas o un galón de gasolina ―y vienen a aprovechar más o menos lo mismo―, el tiempo del cinefórum pasó a mejor vida y ya no hay discusiones en torno a lo que una película ha querido decir o sugerir (hablamos, por supuesto, del espectador medio, que es a la postre de quien depende que se fomente una industria sostenible, no a los nichos de cinéfilos que siguen, por fortuna, intercambiando pareceres y discutiendo, en internet e incluso en un café o dando un paseo).

¿Pero son la piratería y la falta de interés crítico por lo que se ofrece los únicos culpables de la situación apuntada? Las fotografías que nos llegaron desde las salas que se adhirieron a la quinta edición de la Fiesta del Cine, con colas nocturnas que daban doble y triple vuelta a la manzana —se han registraron unas  asistencias del 550% mayor que en las jornadas estándar—, han disparado el entusiasmo de gran parte de los medios, que han tomado la asistencia masiva del público como prueba única de que es el precio de la entrada el factor X de la muerte del cine, y que rebajando aquel se lograría revivir al enfermo como si de un Lázaro afortunado se tratara. ¿Es caro pagar 8 o 10euros por una entrada? Es caro. ¿Es factible pagarla a precio de estreno en ‘filmin’, 2,90 o 3,90? Casi seguro que no. Hay también que tener en cuenta que en la asistencia masiva a la fiesta hubo algo —mucho— de fiebre generada por la novedad, y que en el hipotético caso de que se estableciese el precio en los 2,90-3 euros resultaría seguro que no se iba a mantener la ratio. ¿Existe el precio razonable, capaz de aportar beneficios a los productores/distribuidores/exhibidores y no causar un roto doloroso en el bolsillo del espectador? Cualquier cosa —desde la bolsa de pipas hasta el galón de gasolina aludidos— cuesta por regla general unas tres veces más de lo que debería; partiendo de esa base, es muy difícil que el precio de las entradas no se infle por mero amor al arte. Aparte, el hecho incuestionable de que cualquiera con un poco de tiempo y pocos escrúpulos pueda adquirir el mismo producto sin tener que pagar nada, hace que cualquier precio, incluso uno razonable —pongamos 5 euros, y 6 para las cintas en 3D, que no se diga que no nos mojamos— parezca desproporcionado. Un producto que has comprado, en el que has invertido tiempo además de dinero, algo por lo que has apostado, adquiere un valor, un brillo añadido que lo que se puede robar sin riesgo sencillamente no tiene. Solo que ese brillo añadido a la mayoría no le compensa los euros de más.

Vemos pues que hay un entramado de fuerzas dispares, que repito incluye al Gobierno, y que al final quien lo paga, quien lo está pagando, es, en primer lugar, el espectador inquieto —que pagaría un precio razonable por ver cine en sala—, y, en segundo, la industria, a la que no le pagan. En tercer lugar, quienes no pagan en el futuro lo pagarán también, porque sin industria no habría películas por las que no pagar y por tanto nada que consumir gratis. Es un trabalenguas creo que muy claro.

¿Salvaría un precio más ajustado de la entrada al cine de la muerte inminente? Siempre que esa reducción supusiese un incremento de la oferta. Ese espectador medio, inquieto, que todavía encuentra un placer en el rito de ir al cine cuando se le presenta la oportunidad, y del que en gran medida se nutren todavía las taquillas, iría más a la sala si lo que la sala le ofrece no es solo más barato sino distinto. Si la mitad de las salas le van a seguir ofreciendo Iron Man III y la otra mitad Harry Potter VIII, se las pueden ofrecer gratis que es probable no se dé el paseo, aun siendo cintas dignas. La relación precio-variedad de la oferta es simbiótica y necesaria si se quiere salvar al enfermo. La última pregunta a formular es si realmente se quiere.

(La sombra del ciprés, 18/1/2014)

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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