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Eduardo Roldán

ENFASEREM

De la foto al fotograma

En Apocalipsis de Solentiname Cortázar bromeaba sobre la tendencia periodística a insistir en los mismos tópicos una y otra vez: <<¿Qué pasó que Blow-up era tan distinto de tu cuento?>>.

Pasa que una versión fílmica de Las babas del diablo, el cuento origen de la cinta de Antonioni, que fuera fiel a la forma adoptada por Cortázar en el texto, caería del lado de un cine experimental que Carlo Ponti se hubiera negado a producir y el propio Antonioni quizá no atrevido a filmar. El célebre comienzo de Las babas… nos muestra al narrador haciendo elucubraciones imposibles con la gramática del lenguaje, con las voces y los tiempos: <>. Y en el resto del relato se mantiene, si no esta espiral cuasi ilegible, un baile constante de voces y puntos de vista, a veces en el mismo párrafo o en la misma frase, una elección o capricho estilístico que supondría en la pantalla cambiar sin solución de continuidad, y a muy breves intervalos, del punto de vista subjetivo de la cámara, sobre el que se impondría o no la voz en off del narrador, al objetivo, asimismo con añadido o no de voz; o bien podría adoptarse una narración simultánea a pantalla partida, o cualquier otro recurso igualmente mareante. El único elemento formal que hubiera podido trasladar el cineasta italiano sin romper las convenciones más o menos asentadas del cine es el de la narración en analepsis o flashback, pero prefiere ceñirse a la narración lineal. Decisión muy sabia, pues el flashback siempre tiene un algo de memorioso, un algo de moroso y un algo de mentiroso que no se ajustaría tan eficazmente como el relato lineal a la urgencia que mueve al héroe fotógrafo durante toda la peripecia, y que es reflejo de esa otra vibración social del Londres de finales de los sesenta por donde se mueve. En síntesis lo que hace Antonioni es transformar el solipsismo del relato de Cortázar en una crónica de acción, gestual, que en definitiva eso es esencialmente un personaje en cine: lo que hace, cómo lo hace.

Otras libertades que Antonioni se toma en la adaptación inciden sobre todo en potenciar la trama policial de la historia. Antonioni cambia la posible trata de blancas entre burgueses por un asesinato —¿hay objeto más cinematográfico que una pistola?—, y convierte al héroe en fotógrafo profesional en lugar de aficionado —con el aficionado Cortázar barniza el relato con una capa añadida de azar, tan de su gusto, que en la película se pierde pero sin perder nada—. El último y más evidente cambio, el París apagado de un domingo tranquilo por el Londres mod y colorista de finales de los sesenta le sirve al cineasta de Ferrara para recalcar, por contraste con el ruido de la calle y del jazz-funk, el vacío existencial que siente un personaje que lo tiene todo pero que nada le alcanza. De hecho, es el descubrimiento del posible crimen lo que le enciende de nuevo el grito de una vocación que, si no atrofiada, se ha vuelto rutinaria a base de modelos lánguidas como cisnes y fiestas de marihuana y cuerpos intercambiables.

No quiere decir lo dicho que Blow-up carezca de atributos cortazarianos. El partido de tenis sin pelota entre los estudiantes que hacen de mimos es puro Club de la Serpiente, y el final se sumerge por completo en lo real maravilloso, en lo fantástico, que es firma intransferible de Cortázar y que Antonioni magistralmente consigue dar la vuelta: al contrario que el protagonista del cuento, que se mete en la realidad de la fotografía, dotándola de vida —y haciendo así que pase de fotografía a cine, de tiempo recortado a tiempo sucesivo—, el de la película está ya dentro pero se desvanece, o sea que se sale: es una suerte de antirrevelado, toda vez que el gran revelado de la fotografía-prueba no le ha servido para nada. ¿Que no se parecen? Se parecen en lo esencial: que son dos obras inolvidables.

(La sombra del ciprés, 15/2/2014)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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