Primero fue la caligrafía, luego la ortografía. Ahora van a ser las comas, o sea la sintaxis. Así lo ha anunciado un profesor de la Universidad de Columbia, que asegura podemos > perfectamente sin ellas; y trata de avalar su tesis poniendo como ejemplo a los romanos, que no las usaban.

Vale. Digámoslo sin más tardanza: el día en que se cumpla la previsión de este señor será el día en que, por fin, nos habremos cargado la cultura. Y me refiero a cultura en el sentido más central, al conjunto de conocimientos mínimos necesarios para forjar el sentido crítico del hombre. ¿Que los romanos no utilizaban comas? Eso no quiere decir que sea mejor no tenerlas, ni que ellos no las hubieran utilizado de haberlas tenido. El lenguaje no solo expresa sino que articula el pensamiento (el pensamiento de Proust no sería el que es si hubiera manejado otra sintaxis), y una comunicación escrita sin comas, suponiendo que tal fuera posible, supondría ni más ni menos que el triunfo del pensamiento único. Y no precisamente de un pensamiento con fondo. Nos veríamos abocados a una sociedad monocorde y semianalfabeta que, de seguir por esa vía, terminaría comunicándose a gruñidos. Porque la coma reparte también juego semántico, como viene recordando Álex Grijelmo desde hace años. Suprimir las comas no facilitaría la comunicación sino que la volvería indistinta, un ruido blanco sin matices. (Ya dijo Borges que no hay laberinto más perfecto que el desierto.) Y no entro ya en el territorio exclusivo de los escritores, para quienes una coma —o su ausencia— es una elección moral: el deseo de escribir el texto que más se ajusta a lo que se quiere decir. No hablamos pues de escribir “bonito”, sea lo que sea que eso signifique.

Existe hoy una errónea creencia de que cualquier inciativa uniformadora es igualitaria y por tanto hay que promoverla. En la práctica esto no suele suponer más que rasear a la baja, y este no es sino otro ejemplo, mucho más trágico.

(El Norte de Castilla, 20/3/2014)

@enfaserem