Con qué fervor nos hemos lanzado sobre el ropón ajumado, con qué alegría unánime le hemos tratado de piñata. La única pega en todo el asunto es que nos habría gustado que hubiera planteado un poco de oposición, siquiera por la vía del silencio, y así tener tiempo para vaciar por completo nuestro afán justiciero. Justiciero, que no justo, pues la justicia exige distancia y en este asunto toda la distancia que se le ha concedido a Enrique López ha sido nula. La inmediata dimisión del exmagistrado nos sabe a poco, y nos sabe a poco sobre todo porque tras ella nos vamos a ver privados, casi con seguridad, del gustazo de verlo cruzar las puertas de la prisión. El motivo de la inquina no se plantea, no importa el peligro real que la acción del señor López supuso para la seguridad del tráfico. Importa tan poco que hasta el hecho de que no llevara casco se alega como agravante. Haríamos mejor en dirigir nuestra furia contra la DGT, por establecer una norma capaz de soplarte doscientos del ala y tres puntos del carné por generar un hipotético peligro contra ti mismo, en un giro legal-kantiano que ni el mismo filósofo prusiano habría sido capaz de defender si se hubiera visto en la tesitura. Desde luego que López debe responder por ir bebido, aunque tampoco habría que olvidar la hora desierta en que lo cazaron, ni el que circulara en un vehículo más endeble que un turismo.

Pero insisto en que todo esto son pejiguerías. Al juez le ha caído todo el peso de la furia social no por el delito cometido sino por tener un sueldo fijo de por vida, algo que en tiempos de escasez el pueblo siente como una afrenta personal, aunque la plaza se haya ganado por oposición. A mayores, López funciona como metáfora del Poder, y la descarga inmediata contra él es en el fondo una descarga contra el estatus establecido, financiero, judicial, político, que desde la perspectiva pedánea, ciudadana, las alturas se terminan confundiendo. Si caemos, que caigamos todos.

(El Norte de Castilla, 5/6/2014)

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