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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Una cierta mirada al cine francés

Desde el primer fenómeno del cine francés —La llegada de un tren a la estación de La Ciotat— y el último —Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho?— han transcurrido más de cien años y algunos miles de películas que han contribuido a asentar una seña de identidad nacional en igual medida, si no más, que otros productos culturales como los libros, el vino o la pintura impresionista. La promoción del cine no es uno de esos empeños franceses que bordean el mal gusto o el ridículo por el poco valor del producto defendido, sino una apuesta indiscutida cuyo éxito artístico es aceptado en todo el mundo, si bien el mundo solo ha importado la infraestructura de ese éxito de manera intermitente y aislada.

¿Hay algún gen en el código genético del cine francés que se haya transmitido desde aquella lejana y aplastante llegada del tren, un gen sobre el que se haya construido ese éxito? De haberlo, ese gen sería el de la creencia en la concepción de autoría, del cine como precipitado fundamental de la visión de una persona (visión personal no quiere decir visión exclusivista, blindada a aportaciones ajenas: quiere decir que es en última instancia la del autor la visión que tamiza las demás). Es una concepción que usualmente se adscribe a las teorías de los jóvenes turcos que escribieron en Cahiers, pero si uno repasa la historia del cine francés se percata de que esa idiosincrasia, esa originalidad que cualifica a un director como autor se halla presente desde los orígenes del mudo, y de hecho el periodo más pobre del cine galo corresponde a un quinquenio, el de la primera mitad de los cincuenta, marcado por una tendencia mayoritaria mimética de los clichés más rutinarios del modelo americano —la familiaridad amable de los rostros de los protagonistas, el optimismo posbélico de las tramas, la fotografía glaseada, etc.—, que produjo la encendida condena de los turcos y el definitivo asentamiento de la política de autores en el consciente/inconsciente colectivo como baremo de medición de la calidad de un film.

Pero lo inédito es que dicha concepción arraigase no solo entre la crítica o los cinéfilos, sino que en buena parte consolidara un sistema que, entre otras medidas, limita la exhibición de películas made in Hollywood a la vez que reserva un mínimo para las de producción propia. En estas, las ayudas a las cintas con mayor vocación comercial y a las cintas con mayor vocación artística reciben similar tratamiento, y ello porque, aparte de no ser categorías excluyentes —como avalaron Truffaut y compañía, los comerciales Hitchcock y Hawks parieron más arte que nadie—, la promoción de las segundas ayuda a la aparición sostenida de creadores de interés, que sin una exhibición digna de su trabajo jamás podrían prosperar; cierto que también se cuelan cintas inanes donde la supuesta autoría no es sino impostura, amalgama de rasgos tradicionalmente atribuidos al cine de autor —cámara en mano, iluminación naturalista, actores balbuceantes, etc.—, y cierto que el genio no se puede forzar, se da o no se da, pero un terreno abonado ayuda sin duda a que el genio se realice completamente y a que florezcan otros talentos que, si no a la altura de aquel, sí resultan apreciables, y que no habrían florecido de no haber contado con el terreno y el abono.

Este sistema desmiente así a quienes aseguran que el libre mercado no puede corregirse, y de hecho salir más rentable: el cine francés es hoy el segundo más exportable del mundo, y el Festival de Cannes el que atrae más miradas. Es pues un modelo más que sostenible, pero no por ello puede dejar de perfeccionarse. Así, la última propuesta del productor Vincent Maraval en un artículo en Le Monde, donde denunciaba que los actores más célebres del cine francés cobran demasiado (sí, han leído bien). El artículo ha generado un debate entre directores —muchos de los más respetados hoy, como Olivier Assayas, se han pronunciado a favor (sí, a favor)—, críticos, distribuidores y demás estamentos de la industria, lo que, independientemente de la materialización final de la propuesta, demuestra que el modelo francés no solo es sostenible sino que goza de tan buena salud que admite la autocrítica. Y también da un poco de envidia. Porque ¿cuándo fue la última vez que el cine español hizo un ejercicio de autocrítica similar? Respuesta: ¿nunca?

(La sombra del ciprés, 20/6/2015)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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