Un grupo de investigación británico afirma haber desvelado la identidad del rostro invisible más famoso del mundo, el del grafitero Banksy, mediante la aplicación de logaritmos y otras técnicas matemáticoinfalibles propias de la policía científica. Le parece a uno que los recursos del grupo habrían estado mejor empleados en búsquedas más relacionadas con la ciencia, aunque es probable que de confirmarse tan sustancial hallazgo su fama se dispare y les caiga mucho más de lo invertido. Es este el último y más ridículo ejemplo de la obsesión actual por la vida privada de aquellos que lo han logrado, y que en el ámbito artístico/cultural alcanza cotas aun más delirantes que en el deportivo. ¿Qué aporta el saber que Banksy se llame John o Frank, que sostenga el espray con la izquierda o la derecha? Springsteen aconsejaba: >, y Bob Dylan voceó a un grupo de fanáticos que no dejaban de (per)seguirlo de ciudad en ciudad que se construyesen una vida propia. Hoy no hacemos caso ni a uno ni a otro, y prestamos más atención al ruido del envoltorio del estreno que a lo que ese estreno dice, y de este modo van cayendo las hojas del calendario como lágrimas. La excusa que nos damos es que queremos conocer más, conocer mejor, pero uno llega mejor al corazón de Fellini viendo ‘8 y ½’ que leyendo media docena de biografías, suponiendo que llegue a leerlas y no se quede en los epígrafes de la wikipedia, como solemos. Es la diferencia entre conocimiento e información, entre comprensión y superficie.
El reducir al artista al anecdotario biográfico nos permite asentar la creencia de que podemos hacer lo que hace él —¡Hey, Banksy es zurdo, como yo!—, y de paso alcanzar la misma fama; al tiempo, es una vía para despreciar la obra cuando la biografía revela alguna sombra (que todos tenemos): >.
Y Thomas Pynchon que sigue en cuarentena voluntaria. Está pero de la olla, el tío.
(El Norte de Castilla, 10/3/2016)