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Eduardo Roldán

ENFASEREM

El adiós de Kieślowski

Con su > el director polaco rubricó magistralmente una filmografía que no dejó de explorar la relación entre el fatalismo y la soledad

 

La muerte de Krzysztof Kieślowski parece que hubiera sido orquestada por él mismo, como si su propia vida fuera la de uno de los personajes que pueblan sus ficciones. Hay en ella —acontecida en el momento en que por fin se le abrían las puertas de Occidente para acometer cualquier proyecto que le viniera en gana— mucho del fatalismo y la ironía (todo fatalista es en buena parte un ironista, aunque no al revés) que es el eje en torno al que orbitan los temas que K. no dejó de explorar desde que con El personal (1975), y sobre todo a partir de El aficionado (1979), abrazase el terreno de la ficción —sin por ello abandonar el del documental—. Este fatalismo, esta madeja tejida con los hilos de la causalidad y la casualidad, es también el eje que recorre y anuda el que sería el adiós del director polaco, el tríptico Azul, Blanco y Rojo, de cuyo estreno se cumplen 20 años y que ha sido reproyectado fugazmente en (pocas) salas.

Fuerza fatal, madeja motora que a medida que transcurre la filmografía de Kieślowski —con el paréntesis que supone El azar (1981), film-ensayo y casi podríamos decir que film-manifiesto sobre el fatalismo— se va volviendo menos material, menos tangible pero no por ello menos determinante. En los primeros films la fuerza adquiere primordialmente la forma del Partido, el Estado, la Compañía, el Sistema Legal, entes o cuerpos externos a los personajes que imponen su voluntad sin que estos puedan hacer mucho más que protestar o resignarse; quizá no comprendan todos los motivos que mueven a la fuerza, ni la forma más efectiva de hacerle frente, ni sus modos de operar ni su alcance real, pero al menos sí que esa es la causa principal de lo que les acontece. Es a partir de Sin fin (1984) que estas fuerzas externas y tangibles comienzan a fundirse con, y ceder presencia a, otras fuerzas interiores y exteriores pero ilocalizables, gaseosas, que dominan al sujeto sin que este pueda hacer nada más que tener la conciencia (si llega a tenerla) de estar siendo dominado. ¿Por qué asesina Jacek al taxista en No matarás (1988)? No lo sabemos, y no lo sabemos porque él tampoco lo sabe. Con Decálogo —rodada ese mismo año y la obra capital de la doble ka— este segundo tipo de fuerzas está ya plenamente asentado como dominante, ocupando en el tríptico francés la práctica totalidad del eje, salvo en la escena del juicio de Blanco, en donde las fuerzas tangibles tienen en cualquier caso una influencia vertebradora muy relativa (pues funcionan como factor desencadenante, cuya influencia se agota con la mera celebración del juicio), y precisamente en el final de Rojo, tercer eslabón del tríptico.

Si el destino o la fatalidad es el eje o médula que recorre y unifica la filmografía de K., el tema esencial que le da cuerpo es el de la soledad, junto al resto de sus parientes más o menos cercanos —la incomunicación, la angustia vital, la oposición esfera íntima/esfera social, la identidad personal (en el tema del doble)…—. Como es sabido, cada título del tríptico hace referencia a uno de los colores de la bandera francesa, con el correspondiente ideal que tradicionalmente se les asocia: la libertad al color azul, la igualdad al blanco y la fraternidad al rojo. Son asociaciones que en todo caso hay que tomar con cierta distancia, no desde luego como etiquetas totalizadoras. ¿No es tan aplicable —o al menos también válido— el ideal de la valentía a Rojo como el de la fraternidad? ¿No tanto la determinación a Blanco como la igualdad? En Azul la libertad personal —el faro particular del film— y la soledad —tema general, vehicular kieślowskiano— están imbricados como los metales de una aleación. El destino impone la libertad, valga la contradicción, a la protagonista Julie con la muerte por accidente de su marido y su hija; una libertad no deseada, una libertad entre comillas, dolorosamente irónica (de nuevo la vinculación fatalismo/ironía), que la deja sola, sin otra atadura que sus recuerdos, que la casa en que vivía con su familia y los objetos que contiene inflaman. Aquí entra la segunda libertad, la deseada por Julie, quien pretende borrar aquellos con la venta de la casa, conseguirse así una soledad que sea un punto de partida y no un punto y final. El que su plan fracase (la memoria no atiende a planes, y menos la memoria atravesada por la música) hace que Julie sea más consciente de su situción y termine por comprender, o sentir, la diferencia entre soledad y aislamiento.

También es irónica la igualdad en Blanco, y también al protagonista se le impone de entrada una soledad que no desea. Esta soledad dispara el resentimiento, una venganza cuya victoria solo hace el vacío más hondo, pues el amor, como la memoria, tampoco atiende a planes. Blanco, vestida de comedia, es la pieza más ácida de las tres y el negativo de Rojo, título que cierra la bandera y donde la soledad, en este caso una soledad plural, de varios personajes, es por fin rota gracias a la generosidad del personaje central, acaso el más sin doblez de toda la filmografía de Kieślowski. La generosidad de Valentine purifica a todos a quienes alcanza, y, más importante, le recompensa a ella misma, recompensa que se le concede porque no la esperaba, las suyas eran acciones sin otro fin que el inmediato de mejorar, siquiera un poco, la vida del receptor, sea este un perro callejero o el exjuez de un alto tribunal que juega a Dios vigilante. La recompensa que obtiene —el amor— se la trae en este caso una fuerza fatal tangible en forma de temporal, que alcanza al ferry en que viaja Valentine y ocasiona la muerte de toda la tripulación salvo la de ella y la de su futuro amado Auguste… y las de los otros protagonistas de los dos segmentos previos del tríptico: Julie y Olivier, Karol y Dominique (hay otro superviviente, sin incidencia visible en el desarrollo, cuya permanencia acaso busque justificar el eco simbólico que tiene el número siete). A través de este deus ex machina lluvioso y ventoso Kieślowski termina por armar la madeja del tríptico y nos remite al principio y a la idea de interconexión, que tan cara le resulta. Si no cabe calificarse este final de optimista —no ha de olvidarse el destino de los otros tripulantes—, sí supone una afirmación de que el amor, bajo la forma de la esperanza o del recuerdo, puede en ocasiones sortear la aplastante autoridad de la muerte.

(La sombra del ciprés, 9/4/2016)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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