>

Blogs

Eduardo Roldán

ENFASEREM

La esponja insaciable

Lo que diferencia a un artista es la voz. Algo que tiene relación con las manifestaciones más inmediatas, con los rasgos que de manera más directa se perciben —porque el arte es forma, escalpelo, tratamiento— pero que los trasciende: la voz es el núcleo de donde brotan los rasgos y a la vez el residuo de estos. Proust es la coma y la frase enroscada, desde luego, pero es otra cosa, un núcleo irreducible e irrepetible. Este es el test ácido para detectar cuándo nos hallamos ante una voz o ante un eco aplicado; si la —supuesta— voz puede replicarse sin pérdida, se trata de un eco, de un reflejo quizá voluntarioso pero pálido. Cuanto más intransferible la voz, más valor tiene y más difícil de clonar es. Por supuesto la voz, aun la más singular, no surge de la nada; la originalidad por generación espontánea no existe. No hay voz en la historia del arte que no fuera, durante su periodo de formación, una antena alerta, una linterna intuitiva, y aun más: que una vez formada apague la linterna. El artista no repudia los influjos sino que los abraza, y de igual forma que su voz se resiste a la clonación, se resiste también a la erosión: acepta el influjo, y este la enriquece, pero no la desvirtúa. La voz tamiza el influjo, lo hace suyo, y no otra es la diferencia entre voces y ecos.

Como forma artística, el jazz constituye quizá la más porosa a los influjos. De entrada no filtra: admite cualquier sonido, cualquier instrumentación, cualquier tipo de composición, desde una que se base en la forma sonata hasta otra que simplemente sea un esqueleto de acordes básicos sobre los que improvisar cíclicamente ad líbitum. Esta es la clave: mientras haya improvisación sostenida durante el desarrollo del tema y este tenga swing, no queda más remedio que definirlo como jazz —y es por esta naturaleza impura que hablar de jazz-fusión resulta tautológico—. Esta concepción multipolar del jazz ha tardado casi un siglo en cristalizar, en parte debido a la evolución tecnológica de los instrumentos y sobre todo porque para internarse por territorios vírgenes son necesarios el talento y el valor, y no hay muchos que aúnen ambos. Aún hoy existen nichos de público, y no menores, que se resisten a esta concepción; quienes los integran suelen coincidir con los que sostienen que la música del primer responsable de que hoy las cosas estén donde están dejó de tener interés tras la grabación de Nefertiti.

Es justo lo contrario: si la carrera de Miles Davis tiene valor —y tiene un valor supremo—, es en gran medida por el modo en que su segundo acto, eléctrico, ilumina y enriquece retrospectivamente al primero. No se puede entender al Miles acústico sin el Miles eléctrico, e identificar al acústico como el > Miles es como decir que hay menos verdad en la obra de un cineasta por el hecho de pasarse del plano fijo y el celuloide a la cámara en mano y la imagen digital. MD, antena en permanente alerta, no dejó nunca de mirar con un ojo lo que bullía en el presente y con el otro hacia el futuro, de interrogarse sobre cómo transformar esos influjos que lo rodeaban y destilar con ellos algo nuevo pero —inevitablemente— transitorio.

La primera etapa se inicia en la segunda mitad de los cuarenta, cuando el volcán del be-bop se estaba forjando en madrugadas de humo y droga, al margen de la corriente dominante de las orquestas de swing; años de formación en los que la antena de Davis no daba abasto, y que le sirvieron para apuntalar los dos rasgos más distintivos de su voz, la manera de enfocar la interpretación de la trompeta y la de organizar una banda. Salvo el pianista John Lewis, todas las primeras espadas del volcán favorecían un enfoque maximalista, que exigía un dominio instrumental diabólico. Fats Navarro y Dizzy Gillespie, con unas acrobacias en los registros agudo y sobreagudo capaces de intimidar al más ufano, eran los modelos a seguir. Muchos perecieron en el empeño. MD, con una clarividencia y una honestidad impropias de alguien con 20 años, muy pronto se dio cuenta de que él no alcanzaría nunca el virtuosismo de Gillespie y de Navarro, y optó por el sentido contrario: una trompeta esencialmente en el registro medio, con una preocupación obsesiva por cómo la emisión del sonido determinaba lo que salía por el pabellón del instrumento y llegaba al oído; y un fraseo por sustracción, donde la presencia de los silencios tuviera tanta importancia como la de las notas efectivamente sopladas, donde aquellos completasen la expresividad y el poder evocador de estas. Nadie ha conseguido nunca decir más con menos, y nunca nadie ha sacado más partido de sus limitaciones técnicas que Miles —con la excepción quizá de Chet Baker, pero Baker se movió en un ámbito mucho más restringido—. Así, a partir de una carencia, Davis forjó la voz más imitada y la más inimitable de la historia del jazz —junto a la de Bill Evans, pero Evans tenía un dominio técnico incomparable—.

Es en el primer hito de su carrera que ya se manifiesta el otro rasgo definitorio de MD, con la formación del noneto que alumbraría Birth of the cool. Davis es el mayor líder de la historia del jazz debido a una insaciable curiosidad sonora y una imaginación delicadísima a la hora de elegir los sonidos —el de ese saxofonista en concreto, el de ese baterista— que mejor empastarían para producir la música que él tenía o intuía en su cabeza. Con una particularidad  fundamental: al contrario que otros líderes, que tras elegir a los músicos dirigían su interpretación de manera inflexible para acercarse lo más posible a su concepción previa, Davis los conminaba para que se soltasen y se sorprendiesen, y lo sorprendieran a él. Una de sus máximas era: no está>>.

Tras el cool vino el hard bop y el primer gran quinteto y Gil Evans y el jazz modal y el jazz de avanzada y el segundo gran quinteto y el empalme instrumental a los enchufes del estudio, y con el empalme el cisma entre los aficionados y el así llamado jazz rock y el jazz funk y las interpretaciones cada vez más largas y exigentes, para los intérpretes pero sobre todo para el público; no cabe duda de que Kind of blue es más fácilmente digerible que Jack Johnson, como tampoco que el esfuerzo por sacudirse la cera confortable de la costumbre puede reportar gratificaciones intensas. Si hay un periodo seminal en la carrera de MD, es este: desde el segundo gran quinteto hasta el colpaso y retiro en el 75, la lista de músicos que pasaron por la dinamo de Davis no solo forma un exclusivo quién es quién del panorama jazzístico del último cuarto de siglo, sino que ellos mismos formaron algunos de los combos más decisivos e influyentes.

Y en el 75, exhausto tras un lustro de adrenalina creciente que añadir a treinta años de continuas giras y grabaciones, la depresión encerró a MD por cinco años. Es en este paréntesis negro donde se ubica la mayor parte de la reciente biopic Miles Ahead, con la que el gran actor Don Cheadle, que asimismo asume el rol protagonista, se ha bautizado detrás de la cámara. Si hay un género propenso al desencanto, es el de la biografía de músicos, casi siempre una rutinaria alineación de los episodios más escandalosos y célebres del biografiado que no presenta otro interés —relativo— que el trabajo de mímesis del actor elegido. Miles Davis, figura poliédrica donde las haya, referencia inexcusable en la cultura negra —y en la blanca, pero este es otro tema—, es un material fílmico tan atractivo como intimidante, y Cheadle ha optado, a la Davis, por separarse de la tendencia general, lo cual supone, ya de entrada, motivo de aplauso. Como lo es el riesgo asumido, cuya superación tampoco aseguran los cerca de diez años invertidos en el proyecto. Miles Davis es inabarcable, y si la película logra sugerir la riqueza de sus muchas caras, y despertar con ello la cosquilla de la curiosidad musical en el espectador, puede considerarse un logro no menor. Porque al final es la música, y no las gafas de sol ni la corbata fina, lo que cuenta.

(La sombra del ciprés, 25/6/2016)

bloc digital de Eduardo Roldán - actualidad, libros, cine y otros placeres y días

Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


junio 2016
MTWTFSS
  12345
6789101112
13141516171819
20212223242526
27282930