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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El bosquecillo de la isla de los ingleses

 “La historia de un amor fracasado, seguido de una vida frustrada, puede ser el tema de una novela enorme. Maupassant, en pocas páginas, nos dice lo esencial”. Son palabras de Jean Renoir cuando emprende la adaptación del cuento de Guy de Maupassant ‘Une partie de campagne’, y que a pesar de ciertas dificultades de rodaje y de posproducción ha quedado como una de las cumbres del diálogo de cine y literatura. La fidelidad de Renoir al original dejó un insólito metraje de 40 minutos, que se podrían haber incrementado con algunas escenas del comienzo que no se llegaron a filmar, pero lejos todavía del largometraje que le exigía el productor Pierre Braunberger. Los compromisos de Renoir para iniciar ‘Los bajos fondos’ le impidieron ocuparse de los remates finales, y luego la llegada de la guerra llevó al director a Estados Unidos. Por fin el productor logró que Margarita Renoir, la compañera del cineasta, se ocupara del montaje, y el músico habitual de sus películas, Joseph Kosma, compusiera la partitura. El estreno se realizó diez años después, en 1946, sin que Jean Renoir pudiese darle el visto bueno.

Lo que se cuenta en ‘Une partie de campagne’, como sucede en casi todas las grandes narraciones, no proviene de ningún exceso imaginativo de Maupassant ni de la capacidad visionaria de Renoir. Es una historia antigua y repetida, un mojón de la experiencia común. Lo importante, lo “esencial”, es la hondura que se consiga, lo que se excave en la superficie de los hechos. El envoltorio de época lo da una familia de comerciantes que emprende una excursión dominical desde París con el carro que les ha prestado el lechero. Un envoltorio perfectamente transportable desde 1860 hasta la actualidad. El grupo viaja con la ilusión de un día diferente, especialmente la madre y la hija, un poco hastiadas de sus adocenadas parejas. Ellas son las más enérgicas, también las más abiertas, y el encuentro casual con dos jóvenes en la fonda donde comen abrirá el camino de la seducción. Con la aureola de conquistador que siempre se reviste la biografía de Maupassant, podríamos esperar una escritura dirigida por el erotismo directo, una palabra descriptiva que corriera tras las alusiones, picardías, avances y supuestas defensas prontamente derribadas. Sin embargo la construcción de la aventura sexual se desvía hacia el marco de la naturaleza, de la que toma su energía y pujanza en el domingo soleado para introducirse en los cuerpos y recorrerlos a la manera de esas hormigas que la madre cree sentir por debajo de su corpiño. Y luego elige como vector narrativo aquel que más se aleja de la palabra denotativa: el sonido. La naturaleza es un teatro sonoro que envuelve las peripecias de los amantes hasta dejarlas encerradas en metáforas poderosas que culminan con el ruiseñor que vigila el matorral frondoso de la isla de los Ingleses. Este “invisible testigo de las citas de Romeo y Julieta” puntea con las inflexiones de su canto el avance del encuentro sexual. Espasmos, gritos, subidas y bajadas que el cuento va delegando en los trinos del pájaro, hasta culminar con “un gemido tan profundo que parecía la despedida de un alma; un gemido prolongado que acabó en un sollozo”.

De esta trabazón indirecta, tan brillante y arriesgada, toma buena nota Renoir, así como de la distancia que Maupassant traza con la posible ligereza de la anécdota. En la película el joven que luego va a seducir a la muchacha discute con su alocado compañero sobre el alcance de esta seducción, algo más que un juego o un entretenimiento, y las consecuencias amargas que va a dejar en la chica. Por el bien de ella, dirige al fogoso hacia la madre, que gorjea más que habla. La estrategia sonora de Maupassant tiene en Renoir un asombroso correlato: todo lo importante, o mejor, lo narrativamente esperable, va a quedar excluido del campo visual. Inicialmente ese centro queda suspendido como promesa de futuro que el deseo alimenta sin cesar, en complicidad con el día de campo, con el sol que enciende los rostros o el agua que acaricia las orillas. Y cuando ese tiempo debe llegar y estallar, hacerse presente, Renoir recurre a una de sus armas preferidas: el fuera de campo. Nada es visible porque nada merece ser visto, lo importante son las ilusiones previas y las frustraciones posteriores. El momento en que Henriette se entrega a su pretendiente en el frondoso matorral de la isla, queda literalmente oculto por un primerísimo plano del rostro de ella que deja ver poco más que un ojo y la lágrima que fluye. Este plano, que en un recordado análisis Jesús González Requena se atrevió a calificar como el mejor de la historia del cine, es el telón dramático que se cierra sobre el acto sexual, y que no solo impide su visión sino que desplaza la atención hacia lo más estremecedor del hecho, lo que nos va a unir a la experiencia de Henriette porque va a sonar en cada espectador como un mojón ineludible de su biografía.

Al final Maupassant y Renoir hablan, con inusitada y específica brillantez, de lo mismo: del cruce de una frontera personal, del antes breve e ilusionado y el después larguísimo y triste. La virginidad es metafórica, lo que cuenta es la herida del encuentro con el otro y con uno mismo. El cuerpo, impulsado por un panteísmo arrebatador, es sin embargo el lugar de una experiencia individual, y de su conciencia. El deseo arrastra, trae goces, es pasajero y a la vez cíclico, pero sus hechos pueden dejar cicatrices hondas y feroces. Aquel río que se remontó para llegar a la revelación de la isla, su temblor y su vértigo, no volverá a ofrecerse con la misma pureza. Henriette ya nunca será la joven que se prueba sin saber el final. Ya está advertida, ya posee la dura sapiencia, y cuando vuelva a la isla en esa escena que nos conmueve como pocas, lo hará cargada de marido, de experiencia, de mirada hacia atrás, de tristeza, de tiempo fundido.

 (publicado en “La sombra del ciprés”, 17 de diciembre de 2012)

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