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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Hay mañanas tan tristes…

De Henriette Binger quedan pocos rastros de vida, en contraste con la grandeza de su monumento funerario. Nacida en1893, alos veinte años se casa con Louis Barthes, un oficial dela Armadafrancesa que muere enla GranGuerra.Aun así tiene ocasión de celebrar el nacimiento de su primer hijo, Roland, en 1915, y de plantar la semilla del segundo, Michel. La joven viuda se traslada a Bayona, donde sus hijos cursan los primeros estudios, y más tarde a París. A diferencia de Michel, Roland permanece para siempre al lado de su madre, no funda otra casa ni familia, ni siquiera en sus estancias en Alejandría y Bucarest como lector de francés. Henriette muere el 25 de octubre de 1977. Al día siguiente Roland Barthes comienza a escribir notas en cuartillas sueltas, convenientemente fechadas, que no publica en los dos años y medio que sobrevive a su madre (muere tras ser atropellado frente ala Sorbona). En 2009 se publican esas notas con el nombre de ‘Diario de duelo’.

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“Un amigo acaba de perder a un ser querido y quiero expresarle mi condolencia. Me pongo a escribirle espontáneamente una carta. Sin embargo las palabras que se me ocurren no me satisfacen: son ‘frases’: hago ‘frases’ con lo más afectivo de mi mismo”. Roland Barthes imagina esta situación en el Prólogo a sus ‘Ensayos críticos’ para examinar el problema de cómo trasladar al mensaje la sinceridad del dolor. El lenguaje, el pobre, vulgar y trillado lenguaje, proporciona fórmulas que sirven para lo contrario de lo que se intenta transmitir: la condolencia, el sentimiento, el calor. De una carta de pésame solo se recoge distancia y frío. Tras una larga y delicada hilatura, Barthes concluye: “Quien quiera escribir con exactitud debe pues trasladarse a las fronteras del lenguaje, y es así como escribirá verdaderamente para los demás”.

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Encerrado en su apartamento parisino, cercado por la “presencia de la ausencia” de su madre, Roland Barthes comienza a dar vueltas literarias a su dolor. En las notas va desgranando las sensaciones de los días: el vacío en que se sumerge, “el departamento está caliente, mullido, iluminado, limpio. Lo hago así, con energía, devoción (lo gozo con amargura): a partir de ahora y para siempre soy mi propia madre”. También las dimensiones de la pérdida, “Durante meses, fui su madre. Es como si hubiera perdido a mi hija (¿hay dolor mayor?)”.

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Las golondrinas que llenan el cielo en una tarde de verano recuerdan al ensayista el retorno de lo ido, un retorno que nunca va a alcanzar a su madre en la estrechez de esta única vida. “¡Que barbarie no creer en las almas –en la inmortalidad de las almas!, ¡qué imbécil verdad es el materialismo!”. Pero no se resigna a que se disuelva lo que su madre dejó dentro de él, “la suavidad, la energía, la nobleza, la bondad”. Desde sus primeros escritos semiológicos y estructuralistas, tan académicos, Roland Barthes ha ido poblando sus libros de una insólita y heterodoxa subjetividad. Ahora solo quiere tejer su obra con lo que le constituye y desborda: la aflicción, la pérdida y su tierno continente de amor: “Vivo sin ninguna preocupación por la posteridad, sin ningún deseo de ser leído más tarde, ningún deseo de ‘monumento’ –pero no puedo soportar que sea así para mamá (tal vez porque ella no escribió y porque su recuerdo depende completamente de mí)”.

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La suerte está echada. Roland Barthes pone su obra futura al servicio del recuerdo de su madre: “Me es necesario (bien lo siento así) hacer ese libro alrededor de mamá. Hacer ‘reconocer’ a mamá. Para mí, el Monumento no es lo durable, lo eterno (mi doctrina es demasiado profundamente la de Todo pasa: las tumbas también mueren), es un acto, un activo que hace reconocer”.

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Y, ¿cómo extraer a su madre de la intimidad dolorosa? ¿Dónde encontrarla, cómo situarla en las páginas de un libro sin neutralizarla con las rutinas del pobre y recorrido lenguaje? “Integrar mi aflicción a una escritura”, se propone Barthes. Otra vez el problema, por fin verdadero, que él había analizado en el campo de la teoría. Tiene en la boca el sentimiento puro e intransitivo para caminar hacia las “fronteras del lenguaje”, y la senda que va desbrozando es, sorprendentemente, la de la fotografía. La razón es sencilla e inmediata: en una vieja foto de la infancia de su madre la descubre con plenitud paradójica, pues es un tiempo y un cuerpo que no conoció.

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“Foto del Jardín de Invierno: busco desesperadamente decir el sentido evidente. (Foto: impotencia de decir lo que es evidente. Nacimiento de la literatura)”. Y sí, nace la literatura, o el ensayo, o lo que sea ese texto inclasificable que es ‘La cámara lúcida’, publicado pocas semanas antes de su muerte. Un texto indirecto, un rizo que sueña con guardar entre sus circunloquios lo que queda del afecto materno, sin mostrarlo, sin decirlo. Solo atesorarlo, ceñirlo con delicadeza y depositarlo dentro de ese Monumento.

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“Una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos”. En esa afirmación tajante y excesiva, lanzada al comienzo de la obra, se anuda su atención al Referente, “la cosa necesariamente real que ha sido colocada ante el objetivo y sin la cual no habría fotografía”. La teoría que sigue a ese punto de partida desemboca en lo que más importa al autor, la tensión entre la presencia y la ausencia abrochada en la célebre fórmula sobre la esencia de la fotografía: “Esto ha sido”. Un discurso general en el que vibra la herida individual, que “certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único”.

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Tal es el legado, el Monumento. Acaso la obra más influyente que se ha escrito sobre la fotografía, tecleada por unas manos que nunca sostuvieron con dedicación una cámara. O sobre lo que era hace treinta años la fotografía, antes del vuelco digital que ha traído otra cosa, difícil, cuando no imposible, de integrar con el texto de Barthes. Pero él no escribía para la posteridad. Acaba el ensayo, y cierra el Diario: “Hay mañanas tan tristes…”.

 

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