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En las últimas páginas de ‘Los habitantes del bosque’ un grupo de personajes a los que apenas se había concedido voz tratan, en una charla de taberna, sobre la situación en la que se encuentran los protagonistas tras varios años de forcejeos y desventuras, que en los ojos del lector son unos cientos de absorbentes páginas. Uno de ellos, John Upjohn, es escuchado con respeto cuando relata su vida conyugal y tira por elevación sobre la protagonista, Grace, una mujer que, como cualquier otra, “tiene un lado más bonito que el otro”, aunque su habilidad hace que nos fijemos en su hoyuelo seductor y no en la verruga que disimula en la sombra. Pero ambas, defecto y belleza, pecado y virtud, están en la constitución indisociable de su rostro.
Esa mixtificación es uno de los puntos fuertes en que se apoya Thomas Hardy para la construcción de sus tipos. De natural parece que ellos tienden a desarrollar un impulso de bondad, pero antes o después la verruga se hará notar en la ambición, en la indecisión, o incluso en la simple torpeza que enmaraña situaciones y oscurece la salida. Los personajes, más allá de su voluntad y empeño, parecen sometidos a unas fuerzas superiores, a un destino que envuelve sus pasos y los arrastra hacia el dolor y el desconcierto.
El universo que construye Hardy es inestable, incluso más allá de la última página, a pesar del esfuerzo de todos por “alcanzar una posición” en un mundo rural de jerarquía estrecha: la hija del labrador proyectada por la educación recibida en un internado hacia cotas superiores de refinamiento; el maderero que pierde su casa en un desahucio del siglo XIX y se hunde en la ruina; el médico de buena familia que se mezcla con gente de condición inferior… Y como aceites de engrase el amor que los envuelve, la ambición que los ciega, los rígidos códigos sociales que no se pueden quebrar. Es un universo memorioso, en el que los personajes quedan marcados para siempre por sus actos, no habiendo más virginidad que la que estrenan las primeras páginas antes de enredarse en una apasionante sucesión de enfrentamientos y desgracias que ya no pueden limpiarse ni olvidarse. No hay vuelta atrás, y la sabiduría que atesora la experiencia no es suficiente para eludir las continuas borrascas.
Frente a esta inquieta e infeliz colección humana se despliega como tapiz de fondo la naturaleza indiferente que solo sabe del discurrir de las estaciones, de la llegada de los pájaros, de la renovación de los colores. Como es sabido, el novelista edificó un condado imaginario como geografía para sus historias, Wessex, coincidente en tantos detalles con su Dorset natal. Esta cuidada edición presenta en su arranque un mapa de Wessex en la punta suroeste de Inglaterra que mezcla “fictitious names” con “real names”. El bosque es su centro, un espacio indefinido en el que los personajes, al igual que les sucede en sus batallas humanas, tan pronto se orientan como se despistan, y que recorren sin cesar “en aquellos tiempos en que, para la mayoría, viajar significaba caminar”.
Los 125 años que han pasado desde la publicación de la novela despejan totalmente las cuestiones accidentales que perjudicaron la reputación del autor y le empujaron a dejar la novela en pos de la poesía, aunque antes tuvo tiempo de entregar narraciones de la altura de ‘Tess la de los d’Urberville’ o ‘Jude el obscuro’. La acusación de escritor pesimista no tiene encaje en nuestra triste actualidad lectora, y de la consideración de escandaloso que tanto le fustigó no queda ni rastro. Por el contrario, no deja de admirarnos el temor y respeto que los ciudadanos de la época victoriana sentían por códigos de conducta que no hacían más que procurarles infelicidad, y que en caso de buscar algún escondrijo donde evadirse los condenaba a la soledad. Es el destino del personaje más fuerte de la novela, Marty South, confinada en el bosque donde habla “la lengua de los árboles, de las frutas y las flores”.
Soberbia novela, con el sabor de las grandes narraciones, asentada en una cuidada edición de Impedimenta que se beneficia de la traducción de Roberto Frías y de sus minuciosas notas.
(publicado en La sombra del ciprés el 23 de marzo de 2013)