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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Muñeco al suelo fastrás

Cuenta Julio Cortázar a Omar Prego en la larga entrevista de ‘La fascinación de las palabras’ que el deporte nunca le interesó. La práctica le era esquiva por su cuerpo desmañado, si acaso un poco de tenis tras los juegos infantiles; tampoco fue espectador, con una excepción nítida: el boxeo. Todo vino de un combate que en su país fue sentido como una gran revés patrio, la derrota de Firpo en Nueva York en 1923, cuando el escritor tenía nueve años. Firpo, apellidado “El toro salvaje de las Pampas”, era un robusto luchador que tras una trayectoria imbatible consiguió disputar a Jack Dempsey el título de los pesados ante 80.000 espectadores. Cortázar siguió el combate, como todo el país, por los aullidos de un speaker en la radio que apenas si podía narrar un choque de gigantes en el que cada boxeador fue derribado varias veces, incluida una en la que Firpo mandó al americano fuera del ring, sobre las máquinas de escribir de los periodistas. Los cortes en la cabeza que sufrió Dempsey no le impidieron noquear definitivamente a Firpo. Todo en menos de dos asaltos. Cortázar guardó la derrota, y con 16 o 18 años comenzó a frecuentar las veladas, yendo más allá de la brutalidad de su desarrollo, o como dice a Omar Prego, “fue entonces cuando, ¿cómo decirte?, fabriqué una especie de filosofía del box, eliminando todo ese aspecto sangriento y cruel que provoca tanto rechazo”.

Una filosofía del boxeo. Una mirada que entra en la aventura humana de los combatientes, pero también en la estrategia de sus cuerpos. Danza, fintas, cabeza fría, determinación, grandeza, caída, las cejas tumefactas. Por toda la obra de Julio Cortázar hay salpicaduras de esa fascinación labrada en la juventud, desde el título de ‘Ultimo round’ a las hebras de ‘La vuelta al día en 80 mundos’. Pero es en ciertos cuentos donde el lenguaje abraza definitiva y maravillosamente al boxeo. En ‘Final de juego’ se localiza ‘Torito’, dedicado al profesor de pedagogía que enla Escuela Normal llenaba sus clases con las peleas de Suárez, un púgil local. Por el recuerdo sonámbulo de un ex boxeador postrado en cama discurren fogonazos de su carrera, el tango que le compusieron en la cima de su pegada, ‘Muñeco al suelo fastrás’, hasta que se cruza un rubio del Norte y rompe su carrera imparable. Dale áperca, dale áperca, gritaba su entrenador en el lunfardo del uppercut sin poder impedir que la maldición de Firpo se repitiese.

El arco de la derrota llega hasta su última colección de cuentos, ‘Deshoras’, donde vuelve en ‘Segundo viaje’ a la carrera ascendente del púgil que naufraga en el combate final de Nueva York. Una historia sencilla que las palabras de Cortázar convierten en un trance de posesión. Ciclón Molina, el sparring del derrotado Mario Pradás –qué sabor en los nombres -, sigue sus pasos impelido por una fuerza interior inexplicable que le aboca al mismo destino de perdedor ante Tony Giardello, en latigazos de pocas palabras que hacen del combate un fulgor eléctrico. El trance de Ciclón Molina trae el recuerdo de otra veta cortaziana, el jazz. Si en ‘La vuelta al día en 80 mundos’ equiparaba el emboque de Lester Young a la estrategia de Kid Azteca, “una ausencia perfecta a base de imperceptibles esquives”, el triunfo de Tony Giardello alcanza ese momento sublime de ‘El perseguidor’ en el que Johnny Carter – la leve máscara de Charlie Parker- “abre las piernas, se planta como en un bote que cabecea, y se larga a tocar de una manera que te juro no había oído jamás”.

Pero Firpo merecía una consolación. Y llegó al boxeo y a la literatura en los guantes de otro argentino que, 50 años después, viajó al Hemisferio Norte para apabullar en Roma al intocable Nino Benvenuti en la disputa del mundial de los pesos medios, y repetirlo en la revancha postrera. Carlos Monzón poseía un cuerpo largo y fibroso que no se alteró cuando le llegó el desafío del rey del peso welter, el estilista cubano-mexicano Mantequilla Nápoles, cansado de vencer a todos sus rivales. Julio Cortázar vivió en París el combate en torno al ring montado por Alain Delon, contempló las fotos de Mantequilla con las bailarinas de Pigalle la víspera del combate, tomó notas, y se encerró a escribir ‘La noche de Mantequilla’. Aparentemente el cuento discurre por una tensa entrega en las bancadas de espectadores de un paquete disputado por las mafias, con alusiones a ‘La carta robada’ de Poe. Pero entre líneas circula la redención de Firpo encarnada en Monzón, un “sauce de largos brazos que otra vez se hamacaba en las sogas para volver a entrar arriba y abajo, seco y preciso”. Ay, las palabras, la fascinación de las palabras que dirigen la mirada al punto preciso: “ahora las piernas, había que mirar sobre todo las piernas”. Y las de Mantequilla Nápoles trastabillean y se rinden ante el torso trenzado de acero de Carlos Monzón, una foto que el tiempo no ha borrado. Lester Young  acerca el saxo a sus labios, Louis Armstrong se seca el sudor de los ojos, Charlie Parker “suelta un soplido capaz de arruinar la misma armonía celestial”. La literatura habita el mundo, destila el boxeo, su filosofía.

(publicado en La sombra del ciprés, 15 de febrero de 2014)

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