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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

La luna centinela y fría

Al poco de arrancar esta larga novela hallamos al narrador y protagonista, Juan de Vere, recibiendo de su jefe, el director de cine Eduardo Muriel, el mandato de investigar el pasado de un amigo suyo. Excitado por el encargo, Juan pide con vehemencia juvenil detalles de la tarea, razones, pistas, pero su jefe le para los pies: “A eso iba, qué prisa tienes, impaciente, a eso voy”. Qué prisa tienes, esta es una novela de Javier Marías, así que el lector puede olvidarse de un ritmo encabalgado sobre los hechos o tensado sobre la promesa de un desenlace. Las acciones importan no en la medida en que conforman sucesos y cambios, sino en su posibilidad de ser examinadas, evaluadas, contrastadas con otras paralelas o disímiles, exploradas con minuciosidad y reiteradas cien páginas más adelante. Aun así, las líneas dejan flecos, dudas, interrogantes, huecos que no se rellenan.

En ese estilo tan depurado y trabajado a lo largo de toda su extensa obra priman las digresiones interiores del narrador, capaces de detener la acción como si entre sus poderes tuviese al alcance una tecla de “pause” con la que detener el movimiento. Hay una escena especialmente dramática y tensa, en la que los protagonistas corren por las calles del centro de Madrid hacia un hotel donde sospechan que se puede suicidar la mujer de uno de ellos. Pues bien, en plena carrera las líneas dejan suspendidos a los danzantes y el narrador sopesa con detenimiento las distintas formas de quitarse la vida que puede escoger la mujer, y cómo haría en cada una de ellas, y cómo encontrarían luego el cuerpo. Los hechos pueden esperar, deben esperar, postergarse en la estrategia del escritor que, como siempre y tal vez más que siempre, asume riesgos enormes con esa escritura tan alejada del relato fácil y digestivo. Su personalidad arranca ya desde la sintaxis de las largas oraciones, adheridas unas a otras por comas que evitan la cesura del punto, y que no se subordinan ni encajan; son como un montaje de planos cinematográficos, ligados por la contigüidad y sometidos a un orden superior que no es solo narrativo, sino también reflexivo, tentativo, moral.

Con esas armas tan pulidas y experimentadas Marías desembarca en una historia ambientada en el final de la Transición y el principio de la Movida (la edad de quien hable pondrá énfasis en uno u otro frente). Un tiempo marcado por la tensión entre el recuerdo y el olvido de las barbaridades amontonadas en la larga posguerra. Su trama presenta la doble faz de una anécdota particular –“una historia tenue”- y el marco ideológico y político que la envuelve. El narrador Juan de Vere se ve involucrado en la investigación de culpas domésticas que acaban remitiendo al sistema político que las propició, y con un balance, habitual en el autor, en el que prima la oscuridad sobe la luz: “Nunca se puede saber (…) la verdad es una categoría que se suspende mientras se vive”. En el examen de cercanías el fracaso procede del propio enredo de los hechos, en la desgracia que a todos mancha y ni acusa ni exculpa con rotundidad. Cuando se eleva la mirada por encima de los accidentes particulares, el balance es desolador: los comportamientos viles, las injusticias y los crímenes de la posguerra quedan en su mayoría impunes, no hay brazo legal ni memoria capaz de juzgar y sentenciar. Y ese tiempo no es sino repetición de muchos otros anteriores, un paisaje en el que no hay avances, vigilado por el ojo centinela de la luna, impávido, aburrido de esa reiteración sin ganancia.

“Y no, nada de palabras”. Así acaba la novela, tras un torrente que no es suficiente para calmar al narrador, y tampoco al lector, embrujado por la prosa que Marías teje con recursos ensayados en obras precedentes: esos personajes ni reales ni inventados, con lugar de honor para el profesor Rico; un pesimismo entreverado con ironía; Shakespeare dando altura a las referencias literarias, y el abanico del cine que sube hasta Hitchcock y baja hasta Jess Franco. En fin, esos jirones de hechos inverosímiles pescados en la trastienda de la memoria mundana, el caso Profumo, los Kennedy a punto de ser salpicados por la prostituta Mariella Novotny, de la que se adjunta una fotografía como fe de vida. Y el aliento renovado y extendido del erotismo y el sexo, impelido por el deseo de un narrador juvenil en “fase visiva”, que en una escena nocturna casi alcanza el ojo espía de Kyle Mac Lachlan encerrado por David Lynch en el armario de ‘Terciopelo azul’. Una mirada salaz, perfecto y preciso adjetivo entre los muchos que pueblan con fortuna esta novela grande y rotunda.

 

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