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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

La desconfianza de Thamus

La concesión del premio Nacional de las Letras a Emilio Lledó trae la obligación festiva de compartir con él la distinción, de buscarle y reencontrarle donde siempre ha estado: en las estanterías de la biblioteca, en esos libros que suavemente van aterrizando sobre la mesa como aplauso silencioso. “Por medio de los libros se ha vencido al tiempo”, dice en un capítulo de su hermoso ‘Elogio de la infelicidad’. Vencer al tiempo, nada menos, y con un arma exclusiva, el libro, “una peculiar tablilla de cera que encierra un mundo inabarcable, y que apenas cabe en sus límites reales, en su espacio objetivo”.

Tal vez sea ‘El silencio de la escritura’ la obra donde alcanzó el corazón del arma que vence al tiempo. En cierta manera este breve tratado funciona como una guía de lectura, un metalibro que contiene una indagación reflexiva, una meditación. Si meditación viene del latín “mederi”, que significa cuidar, curar, remediar, la meditación que atraviesa este libro es un efectivo cuidado de su misma textura y armazón. Cuidado, atención, discernimiento que Emilio Lledó principia en su raíz más profunda, en el aristotélico animal que habla y que con su logos en la garganta es capaz de elevarse sobre la realidad inmediata de lo sensible, y discurrir sobre dioses y héroes que nadie ha visto. Pero ese universo oral de narraciones y ensueños está ceñido por su tiempo expositivo, apenas queda nada de él cuando cesa el runrún de la palabra en el oído atento de la escucha, y difícilmente ganará el más allá del futuro. El invento remoto de la escritura es el que permitió al hombre atesorar las palabras, extenderlas y difundirlas lejos de su germinación y de su tiempo. ¿Es esa la derrota del tiempo, la victoria de los libros, un registro de escritura de notario?

Los orígenes de la escritura conducen a Lledó a un mito de raíz egipcia que Platón anota en su diálogo ‘Fedro’. En él se cuenta que un antiguo dios, Theuth, inventor del cálculo, de la astronomía, del juego de damas, acudió a Thamus, rey de Egipto, para que difundiera entre sus súbditos esas riquezas inmateriales, entre las que también se encontraban las letras y su tejido en palabras y frases. De cada hallazgo daba el dios cuenta de sus ventajas, y de las letras decía que eran un fármaco de la memoria y de la sabiduría. Sin embargo el rey Thamus no compartió el entusiasmo divino y desconfió inmediatamente de las palabras escritas  “porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprenden, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos a ellas, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos”.

La desconfianza del rey Thamus no proviene solamente de que ese suplemento exterior de memoria frena la gimnasia personal del almacenamiento, una queja que seguimos oyendo en nuestros días cuando se incita a los escolares a usar el gigantesco almacén de la Red en detrimento de su propia capacidad de memorizar. La desconfianza tiene una raíz más profunda, está cifrada en ese “recuerdo desde fuera”, en esos “caracteres ajenos” que cita el texto de Platón. Si la escritura es un cajón neutro que alberga un discurso previo servirá únicamente para la datación, y se agotará en un tránsito referencial. Lledó, cómplice de Thamus, ya ha experimentado en su propia disciplina filosófica ese reduccionismo de la escritura a banco de información que deja sin ningún vuelo al texto, “pendiente en el hilo de una disecada historiografía filosófica, donde las propuestas de los filósofos aparecen como piezas puestas a secar, bajo el sol de las noticias sin sustancia, de las informaciones incomprensibles”. Cuántas veces la enseñanza de la filosofía, o de cualquier otra disciplina meditativa, no es más que esa visita aburrida e inútil a un Museo de los Textos en el que nada se aprende.

La estrategia que Emilio Lledó propone para salvar esa sequedad es la del diálogo basado en el logos intersubjetivo en el que se fundamenta y fertiliza el lenguaje. Hablar y dejar hablar, pero si el interpelado es un texto escrito, este “responde con el más altivo de los silencios”, como anota Platón en ‘Fedro’. Ese silencio solo se quiebra si entra en juego, activamente, el lector y su voz interior. El libro, el texto, solo adquiere verdadera vida en el momento de la recepción con un lector en busca  de sus inquietudes y preguntas, a las que engarzará las suyas propias de experiencias y recuerdos. “El único lenguaje que habla es el lenguaje interior. En él queda asumida toda escritura”. Esta forma activa y apropiadora de leer la conoce Emilio Lledó desde sus primeros años: el recuerdo más preclaro y agradecido de su tiempo escolar es la lectura del Quijote que le proponía su maestro don Francisco, y el comentario personal al que invitaba a cada alumno para que viviera la novela, para que la hicieran suya y la gozase.

Así se da cumplida cuenta de la exigencia final de Thamus de que las almas debían usar la escritura “desde dentro de ellos mismos y por sí mismos”. El lector no va a ser el agente descodificador de una jerga, sino el que pone en juego su ser interior, su historia íntima. Su memoria, entendida como compendio activo. De ella dice Platón en el ‘Teeteto’ que es como una tablilla de cera en la que va dejando huella el trascurso vital del individuo. Esa tablilla, personal pero trabajada en el logos comunal de los seres humanos, es la que se confronta con la otra tablilla manchada de escritura por la mano y la mente de un autor escondido y desaparecido tras los trazos. En el encuentro de ambas, en sus resonancias, complicidades y desencuentros, se pone en juego la vitalidad de la escritura, salvándola del encierro sin vida o de la reproducción mecánica. “Pensar no es leer letras, sino provocar un discurso interior en el que se plasma la continuidad de la consciencia como memoria”.

(publicado en La sombra del ciprés, sábado 29 de noviembre de 2014)

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