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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

‘Zama’, la cabellera del triunfo

A principios de 2017 la revista The New York Review of Books incluyó en sus páginas el artículo de J. M. Coetzee ‘A Great Writer We Should Know’, centrado en la obra del autor argentino Antonio Di Benedetto. La editorial neoyorquina de la que esa revista forma parte acababa de publicar la traducción al inglés de ‘Zama’, una novela de Di Benedetto nacida sesenta años antes, y tras la que se fueron los firmes elogios de Coetzee. Su fama renacida se extiende ahora con el estreno de la película homónima de Lucrecia Martel, que ha obligado a una nueva edición de la novela en su castellano original.
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Antonio Di Benedetto (1922-1986) pertenece a una generación de escritores argentinos que Ricardo Piglia, en los diarios en los que se esconde tras Emilio Renzi, califica como “invisibles”, a pesar de que constituyan “el tono de una época”. Junto con Héctor Tizón, Daniel Moyano o Juan José Saer lo fueron en primer lugar por proceder del “interior”. Nacidos y formados lejos de Buenos Aires, de los poderosos círculos trazados en torno a Borges, Bioy Casares, Sábato, también Cortázar o Roberto Arlt, labraron su obra en la distancia de la provincia. El otro obstáculo, trágico obstáculo, que marcó a ellos y a otros muchos hasta hacer desaparecer a casi todos, fue la persecución de la Junta Militar de Videla. Haroldo Conti y Rodolfo Walsh, secuestrados y desaparecidos. Héctor Tizón y Daniel Moyano, exiliados en España. Juan José Saer definitivamente instalado en Francia. Antonio Di Benedetto conoció la cárcel y la crueldad de la tortura hasta que logró huir a Francia, para pasar luego a España en 1978. Un precioso relato de Roberto Bolaño, ‘Sensini’, refiere ese tiempo madrileño del autor argentino, enfrascado en una dura supervivencia de participante en concursos de relatos municipales, en los que contaba con la complicidad del propio Bolaño a través de un largo epistolario (nunca se llegaron a conocer personalmente). “Cazadores de cabelleras“ les llamaba la mujer de Di Benedetto, y tal vez Bolaño lo subraye en alusión a ‘Zama’, la novela ambientada en 1790 en una imprecisa región al norte de Argentina, en la que una tribu india corta las cabelleras de sus prisioneros antes de comérselos.
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‘Zama’, que vio la luz en 1956, es un poderoso experimento literario enhebrado sobre el pensamiento y las percepciones de su protagonista, el corregidor Diego de Zama, destinado en una precaria colonia a orillas de un estuario a la espera de un traslado profesional que nunca llega. “A las víctimas de la espera” es su dedicatoria, y su tiempo alargado y expectante recuerda en cierto modo el que cobija ‘El desierto de los tártaros’, de Dino Buzzati. Su juego de espacios y fronteras tuvo que encantar al Coetzee autor de ‘Esperando a los bárbaros’. Pero la obra de Di Benedetto dobla la apuesta de espera y fragilidad civilizadora al encerrarlas en un relato en primera persona que hipertrofia las percepciones y las remite a estados de conciencia que rozan la locura y el delirio. La extrañeza que envuelve a Diego de Zama es, en sus palabras, la de “un paraíso desolado”, en brutal colisión con la organización de un letrado asistente del Gobernador. Imposible reproducir en ese poblado sin nombre la racionalidad occidental de “Europa, nieve, mujeres aseadas que no transpiran con exceso y habitan casas pulidas donde ningún piso es de tierra”. No es la única incursión colonial de aquel grupo de literatos argentinos. Juan José Saer, que escribió un prólogo para la novela, publicó bajo su posible influencia ‘El entenado’ en 1983, otra renovada y magistral visión del choque irresoluble entre culturas que trajo el desembarco de los españoles al otro lado del Atlántico.
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La directora argentina Lucrecia Martel decidió construir su cuarto largometraje desde esta novela. Un desafío absoluto. Los desafueros y traumas de la colonización ya habían sido recorridos por un buen puñado de obras, que siempre tenían al fondo el recorrido demente de ‘Aguirre, la cólera de Dios’, de Werner Herzog. Recientemente ‘Z, la ciudad perdida’, de James Gray, y ‘Oro’, de Agustín Díaz Yanes se estrellaron en las limitaciones de una narrativa lineal, por más que esforzada, con una puesta en escena atornillada en la claustrofobia de la selva. ‘Jauja’, del argentino Lisandro Alonso, buscó y encontró un marco de magia y fábula para la evocación. Más atrás quedaron los intentos de Carlos Saura en ‘El Dorado’ y la visión anglosajona de Terrence Malick en ‘El Nuevo Mundo’.
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Lucrecia Martel, huérfana para su fortuna de un relato nítido en la fuente novelística de ‘Zama’, se vio obligada a buscar una estética acorde con la subjetividad asfixiante del protagonista. Y la urde con una puesta en escena inspirada en la precariedad del asentamiento colonial, servida por la justeza del encuadre. En cada plano cuenta tanto lo presente como lo ausente, lo entendible como lo inquietante o difuso. Los interiores angostos o poco iluminados por las velas se expanden hacia un fuera de campo de ruidos y amenazas. La geografía urbana apenas logra fortificarse frente al exterior salvaje e incierto. Las lenguas se multiplican en una población híbrida, en la que la capa de civilización chirría con sus pelucas y costumbres artificiosas. Todo conduce a un estado febril atravesado por seres extraños, por animales e insectos –llamas, perros, peces, avispas, arañas…-, por mujeres mudas y esclavos autómatas. Por indios que los ojos del protagonista son incapaces de nombrar. El horror, el horror colonial del Kurtz de Joseph Conrad es el remate implícito de ‘Zama’. De la película, y de su remonte a la novela de Antonio Di Benedetto, el cazador que tardíamente ha cortado la cabellera de la fama.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 24 de febrero de 2018)


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