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La dinastía de los cartones

Les hablo del siglo pasado, cuando yo era mocita, o alrededores, y estaba ennoviada con el de Musical Tamayo. Él ponía en marcha su negocio de instrumentos en la Plaza Circular y yo circulaba desde las aulas al trabajo. Teníamos lo justo para gastos pero aun así podíamos tomarnos unas cervecitas (a veces con pipermín), ver películas en el Manhattan, saltar en los conciertos y hasta salir a cenar de vez en cuando.

En aquella época se pateaba las tiendas de la zona un viejito que recogía cartones para venderlos. Sólo le recuerdo mayor y con jersey verde aceituna.

Cada año, a mediados de agosto, se despedía de los comerciantes para que no le guardaran los cartones del día tras la puerta; se iba de vacaciones y sabíamos que el verano daba sus últimos coletazos cuando volvía con color de sol de otros paisajes. Esos días iba en camisa clara y nosotros soñábamos con seguir sus pasos al año siguiente.

Lo logramos. Septiembre nos reunía a partir de entonces a los regresados: cartonero, estudiantes, músicos, fruteros, albañiles, profesores, maestros fresadores y strippers. Salir de vacaciones nos igualaba, más lejos o más acá, con viajes relámpago o estancias largas. Y, además, podíamos ir pagando la casa, seguir con las cervezas, ver las últimas de Almodóvar y apadrinar a un niño lejano.

Echando la vista atrás, nunca con ira, sí que estamos en condiciones de poder recordar a Vargas Llosa y hacer nuestra la pregunta ¿en qué momento se jodió todo esto?

Hace unos días, tomándome el vermú en el bar de siempre, plagado de vacío, a una hora en la que hace un lustro compartíamos cada cinco una baldosa, miraba con mis acompañantes la calle a través de la cristalera. Al otro lado, un hombre abría un contenedor para buscar sus tesoros. Y en él se sumergía, en pleno día, a la luz del sol, acompañado de gentes que iban y venían con miradas que ya ni se extrañan y apenas se estremecen.

El hombre del contenedor no irá de vacaciones este año. Otro más. El del bar, quizá tampoco. Otro más. Los niños lejanos se han quedado sin padrinos porque los cercanos ya no tienen pantalones distintos de domingo ni bocadillos para todos los recreos de la semana.

Imagino que el viejito de los cartones ya no vive para ver que le han mangado los cartones; son colchones.

Y claro que ser feliz no es caro, pero no se me ocurre decírselo al hombre del contenedor: este año no puede aún abdicar de rey de la basura.

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