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De guerreros viales

Como del día de la Comunidad ya han escrito. y yo, por más que me pincho, no me saco ni una gota de sangre regionalista, prefiero hablar de otro aniversario. El décimo sobre ruedas. Fue en 2007 cuando Valladolid se sumó a las ciudades limpias pretendiendo un cambio tranquilo y paulatino para que a su paisaje le rodaran dos en vez de cuatro y que su cielo fuera recuperando el azul frente a un entreverado en grises.

Recuerdo a los políticos estrenando velocípedo para la foto con pedaleo por Recoletos y suplicando al mismísimo Santísimo el no tener que emprender la marcha por el Paseo de Zorrilla, donde bus, bici y en demasiadas ocasiones coches, furgonetas de reparto, telepizzeros motorizados y palomas, compartían carril en un enorme gesto de generosidad. Así que una vez inaugurado el ‘Valladolid bici’, montaron en sus haigas rumbo a otra cosa, mariposa.

Diez años después, el carril es aún intermitente, cuando no inexistente, todo un peligro para los usuarios de la bicicleta que, menudo sosos, no saben volar, pero aprenden a ser guerreros viales y sus travesías se convierten en una aventura de riesgo que cualquiera en su sano juicio cambiaría por una escapada a Ámsterdam.

Querer comparar Valladolid con la ciudad holandesa es todo un sueño y toda una burrada. El casco antiguo de ésta, con sus estrechas calles y sus canales, apenas tiene espacio para el tráfico fluido de automóviles, y mucho menos para el aparcamiento. Es por esta razón por lo que es un espacio ideal para la bicicleta. Así se puede hablar de ciclistas del hogar al trabajo, ciclistas del hogar al cole, ciclistas de recados, ciclistas mensajeros, triciclos de reparto y de policías en bicicleta. Para ellos constituye el medio de transporte más lógico. Por eso hay 600.000 bicicletas para 730.000 habitantes que pueden circular por una extensa red de carriles-bici ramificada por una extensión total de 400 kilómetros.

La bici puede ser el medio de transporte más saludable para nosotros y nuestro entorno, pero en Valladolid, el más lógico, según el trazado, las vías y las incongruencias, no.

Mientras, y siguiendo con la lógica, me han entrado unas ganas enormes de volver a ver ‘El ladrón de bicicletas’, y no es que me quiera recrear en la tristeza, pero la prefiero al aburrimiento de estar contemplando cómo las promesas y las buenas intenciones avanzan insufriblemente despacio entre los tramos inexistentes de los verdes carriles y de la Plaza Mayor. Recordemos la última escena de la película cuando Antonio Ricci y su hijo Bruno van lentamente caminando de la mano, derrotados, hacia un crepúsculo en una ciudad que, irónicamente, está atestada de bicicletas y me invade un ilógico impulso (¿o es lo más lógico que he dicho?) de robar una de esas bicicletas de ruedas azules para que Antonio pueda seguir pegando carteles por las calles en los que se invita a pedalear en una ciudad ilógica para las bicis.


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