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Roberto Carbajal

La aventura humana

Bares, qué lugares

Los hosteleros pueden estar tranquilos, por mucho que les rechinen ahora los dientes. Tal vez el susto les dure un trimestre, pero luego las aguas volverán a su cauce. Las costumbres de los españoles no van a cambiar porque lo diga una ley, y esa es precisamente la parte fuerte del negocio. El español pertenece a una subespecie sociable. Le gusta pasar más tiempo en la calle que en casa y arreglar el país por ahí. Puede que haya comprado un televisor de plasma gigante, pero los partidos de fútbol se disfrutan más con un vaso en la mano. Si le prohíben fumar, sale fuera; si no quiere desaparecer para no interrumpir la charla con la parroquia, es probable que beba más, y las dos copas de rigor pasen a ser tres. Y esta circunstancia es la que pondrá las cosas en su sitio y hará cuadrar la caja en breve.

España es un país de quejicas. Nuestro ADN lleva escrito que hay que poner el grito en el cielo por todo, incluso sobre asuntos de los que no se tiene ni idea. Pero a la hora de provocar un cambio en asuntos esenciales, las críticas se quedan en el bar de la esquina. Los propietarios de estos templos del saber tienen razón en una cosa: alguien les ha tomado el pelo. Muchos invirtieron en crear zonas de fumadores y luego les cambiaron las reglas. El dinero no fue una inversión, sino un gasto al que se vieron abocados injustamente, como han demostrado los hechos.

Nuestros hosteleros aligeran los problemas de la gente. Tanto es así que quien caiga en estado de necesidad en plena calle no le queda otra que entrar en un bar. Brindan un servicio ciudadano del que se han desentendido los ayuntamientos, instituciones que abusan del sector cobrando tasas desmedidas sin ninguna contraprestación. A través de esta senda podrían presionar. Los bares prestan los lavabos públicos que el Ayuntamiento no instala. Pero a ver quién le pone el cascabel al gato y se planta ante el alcalde para pedir un alivio a cambio del servicio. El cuello de la botella parece estrecho tan solo cuando lo ves brillar sobre el estante.

Publicado en El Norte de Castilla el 16 de febrero de 2011

Sobre el autor

Tenía siete meses cuando asesinaron a John F. Kennedy. De niño me sentaba en los parques a observar a la gente, pero cuando crecí ya no me hacía tanta gracia lo que veía. Escribo artículos de opinión en El Norte desde 2002, y críticas musicales clásicas desde 1996. Amo la música, aunque mi piano piense lo contrario. Me gusta cocinar; es decir, soy un esclavo. Un esclavo judío a vuestro servicio.


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