La poesía de Olvido García Valdés ha llegado, en su espléndida plenitud creativa, a esa seguridad en la que la palabra fluye sin que la carga de sentido sea un lastre. Se ha convertido en ese suelo firme desde el que contemplar el mundo y contarlo –cantarlo– con voz entre apagada y contundente.
Como si después de la turbulencia hubiera llegado a un lugar quieto y lúcido donde la claridad de las visiones no afectara a la posibilidad de su aceptación. Aceptar las asperezas de la vida no significa darles la espalda. Es aceptar también el tiempo que pasa. «Miro tu anillo, niña, como forma/ en tu dedo de lo que fui, tiempo/ de lento crecimiento –muerte/ y dulzura de los campos, verde/ neutro–. Verdor de alegría/ agria. Vida que sólo y sólo/ mirando se llega a ver. La/ forma, Rosalía, de la muerte».
‘Y todos estábamos vivos’ es un libro unitario, en el que las tres partes que lo componen solo tienen una finalidad de orden. Las recorre un mismo aliento y los hilos que se tienden en los primeros poemas aparecen después continuando el dibujo de la tela de araña, como el libro, en su perfecto encaje con el anterior, contribuye al perfil de una obra coherente, hecha sin salidas de tono, con esa voluntad de forzar la sintaxis y al mismo tiempo cuidar el significado de las palabras sin violentarlo.
Voz que habla de lo sombrío con la luminosidad del que sabe que siempre puede acudir a un refugio, el de la poesía, el del arte, el de aquellas cosas cuya belleza nos proporciona orden y tranquilidad.
Poesía que conjura a los ausentes y también la velocidad de la vida que hace superficiales las relaciones, que procura un lugar a la idea de la permanencia como en la fotografía que presta el título a la obra. «Diré tu nombre para traerte, vendrás/ por la raíz, por el humor/ del tronco, por los círculos/ de tus años, por las hojas/ vendrás al cimbrearse/ altos los que hablan de ti».