Hace llamarse Ajo y dice escribir micropoesía. De hecho, al terminar su espectáculo vende unos libritos en los que escribe cosas como “Yo exagero/ para disimularte/ pequeñez mía” y se lo dedica a la grandísima Clarice Lispector. El otro día se coló en la programación de Ambigú y mucha gente de Saldaña estuvo ahí para apoyar. Pues eso, que sale Ajo –que va de minimal pero se permite el lujo de que la acompaña un pianista, a la sazón Nacho Mastretta, que acompaña en el mejor sentido del término– amenazando con estar tres horas en el escenario (en la línea ya apuntada más arriba) y comienza a contar sus cosas… Y se hace corto. Y en realidad no pasa nada, como ella misma avisa por si alguien quiere desertar. ¡Qué refrescante es asistir a un espectáculo en el que lo que tiene que pasar ocurre de piel para adentro! Alguien puede confundirlo con uno monólogo más. Al fin y al cabo el pianista solo abre la boca en un par de ocasiones. Pero nada tiene que ver con estos espectáculos ahora al uso aunque ella hable sola en un discurrir en el que la música y el humo del cigarro ponen el hilo conductor. Bastante intangible todo, como la micropoesía, al fin y al cabo. Al contrario, yo encontré conexiones con géneros bastante clásicos como el cuplé, si es que se le puede llamar género. Ajo tiene algo de cupletista en su forma de interpretar las canciones de su espectáculo (lo cual tiene su gracia teniendo en cuenta que sus orígenes están en el punk), en su afán por interpelar al espectador. De hacerle cómplice de sus soledades y sus dudas. Que son las de todos. De reírse de sí misma. Rodeada de lucecitas de colores entre el Kitsch y una verbena de pueblo. Al son de ‘El hombre y la tierra’ vaya usted a saber por qué caminos de la ironía, Ajo se encara con el escenario vestida a juego con el atrezzo y habla de amor y de desamor. “Vendo agendas pequeñas/ para gentes de pocos amigos”, dice y todo el mundo se va a casa contento con el tamaño de la suya. Y contento de haberla visto.