Publicado en El Norte de Castilla el 19 de abril del 2007
Mereció la pena quedarse hasta las tantas para ver la gala de los Max. Es decir, para ver a Fernando Urdiales recoger su premio. No deja de ser irónico que cuando Teatro Corsario ha cumplido sus bodas de plata con la escena reciba un galardón que se titula –por razones de reconocimiento a los grupos de las autonomías y tal– ‘premio revelación’. Aunque quienes lo otorgan no lo sepan, o sí, éste sería más bien un premio a la trayectoria.
Pero me alegro que haya coincidido con un espectáculo como ‘La barraca de Colón’ que, curiosamente, y a pesar de tener el favor del público, está encontrando escollos entre los programadores. El montaje tiene algunas de las cosas que para mí son fundamentales en el teatro y tan difíciles de encontrar: el lado transgresor (más valorable aún cuando en origen se trataba de un encargo bendecido por honores centenarios y que en otras manos hubiera resbalado sin cuento hacia la hagiografía); su apuesta por la farsa y el abandono de cierto tono grandilocuente propio de compañías acostumbradas a manejarse con los grandes conceptos del teatro clásico.
Corsario se soltó el pelo con Colón y eso con 25 años de trabajo a la espalda es muy de agradecer porque significa un soplo de aire fresco, un decir ‘estamos aquí’, nos atrevemos a dar un giro y no hemos perdido las ganas a pesar de todos los sinsabores. El premio lo esperaba su director cuando fueron candidatos con Celama pero ha llegado en el botín del Almirante y me parece justo. Lo raro es que en un tiempo en que tanto se reivindica la diversión en los teatros, un montaje que hace pasarlo bien no encuentre más sitio.
Urdiales hizo, al recoger el premio, lo que tenía que hacer: reivindicar a los que, como él, se dejan la piel, la salud y gran parte de la vida haciendo teatro en la periferia.
En lo personal, me alegro además de que este premio llegue cuando la compañía está pasando malos momentos por la reciente desaparición de su compañero Jesús Lázaro. Ojalá les sirva de estímulo para continuar.
Pero la gala tuvo más cosas, aparte de otra alegría por el galardón a la tenaz María Parrato que se bate el cobre en el difícil campo del teatro infantil.
En esta ocasión los profesionales de la escena hacían un homenaje a la danza y Sol Picó tuvo la responsabilidad de integrarla en el siempre peligroso y finalmente tedioso reparto de premios se llamen Goya, Oscar o Max.
Entre candidatura y candidatura, entre agradecimientos a la familia y las emociones consabidas, hubo momentos realmente brillantes que vinieron a demostrar en ráfagas que en este campo pasan cosas y a menudo muy buenas. El minuto de oro –¿cuándo será el teatro motivo de ‘prime time’ para los programadores televisivos?– fue sin duda la actuación de la propia Sol Picó. Genio y figura. Energía total. ¡Qué buena!