A los pavos reales de Campo Grande no les gusta que nada les robe protagonismo. Es lo que tiene ser pavo y además real. Y estos días lo tienen difícil. Ellos que habitualmente son los encargados de completar la belleza natural de los árboles, del jardín, con esa arrogancia de plumas y colores imposibles. Ayer por la mañana mientras iba al encuentro de algún teatrero en algún rincón del parque, éste mostraba una belleza tan real que casi dolía. Y es que la lluvia acentuaba todos los colores. En un rincón del paseo, aparecían medio escondidos por la espesura los ‘niños airados’ de Saavedra, tan reales en su ficticia presencia. Tan reconocibles. Un poco más allá uno de los grupos programados en el Festival practicaba un momento ‘tai chi’. En otro lugar, el coreano Kopas preparaba su performance junto al estanque que se llenaría después de colores, flores y personajes. Pero un habitante de este rincón cercano al estanque, con las plumas extendidas le decía que el arte a veces sí imita a la Naturaleza. Y los pocos habituales del lugar, algo desanimados estos días por el agua que no cesa –abuelos solos, abuelos con niños…– miraban asombrados de los extraños okupas del paseo. Pensé entonces lo poco que apreciamos habitualmente este lugar tan propicio para todo lo que realmente merece la pena. Tan acogedor de la extrañeza.
Y aunque la ciudad no hubiera estado como estaba llena de personajes insólitos pensé que el Festival había cumplido su misión. Esa que no es otra que la misión del arte: hacernos ver las cosas desde otro punto de vista.
Y ya por la tarde, los pavos seguín empeñados en participar. Lo hicieron con sus graznidos (¿seran graznidos estos gritos de los pavos?) que intentaban superar en volumen el del espectáculo de teatro del Silencio que, a pesar de su nombre, tiene en la música y la palabra componentes fundamentales. Ellos llegaron primero. Y estaban ahí, formando parte del espectáculo.