Discutido y discutible. Francisco Umbral consiguió ser el personaje que siempre había querido ser y que construyó minuciosamente y con el mismo desparpajo que construyó su escritura. Si hubiera sido un cantante de ópera, se hubiera hablado de su divismo. Como fue escritor se hablaba de sus excentricidades o de su carácter a veces desabrido. Mi primera imagen de él data de mi adolescencia. Es en un cine de la calle Fuencarral de Madrid, un fin de semana cualquiera. Está con su bufanda blanca y su melena, en el lugar más visible del vestíbulo, no pudiendo ni queriendo pasar desapercibido. Por entonces su ‘Spleen de Madrid’ era lectura obligada, más si en la cabeza te rondaba la idea de dedicarte a este oficio. Simplemente era diferente. Una inyección de energía y una lección de cómo jugar con el lenguaje y ser agudo y brillante. La crónica de lo que después se acuñó como ‘movida’ tampoco se entendería del todo sin su visión de aquellos días.
Cuando más tarde le invitamos a la Tertulia de los Martes –ya en Segovia– comprobamos cómo te pueden romper los nervios con un capricho infantil. Decidió que no empezaría el acto si no podía tomar antes un pincho de tortilla. Y así fue. En la tertulia estuvo provocador –y ya bastante sordo, aunque nunca supe cuánto había en ello de pose– lo que me convirtió en traductora simultánea de preguntas y respuestas. Y el auditorio femenino, mayoritario aquel día, se enfadó mucho con él pues decidió que tocaba hacer gala de misoginia. Siempre pensé que su único afán era provocar.
Mi último encuentro fue hace un par de años, con motivo de la publicación de ‘Días felices en Argüelles’, sus memorias periodísticas.
Yo, para entonces, como tantos otros, estaba muy alejada de sus columnas. Me había quedado en el ‘spleen’.
Umbral recibía uno por uno a los periodistas en la editorial Planeta, sentado hierático y ya mucho más sordo. España, su mujer, no se separaba de él, porque hacía mucho tiempo que era su contacto con el mundo cuando no estaba a la máquina de escribir. Pensé que la enfermedad y los años se habían llevado parte de su soberbia y que quizá ésta no había sido más que una necesidad terrible de ser querido. Tengo un amigo que dice que en el fondo era alguien que estaba muy solo. De esa soledad que no tiene que ver con no tener alguien al lado –que él sí tenía una sombra protectora y fiel– sino que viene desde la infancia. Del niño que no pudo ser y del niño, su hijo, que perdió. La escritura fue su antídoto contra esa soledad.
Pero seguía siendo un dandy. El dandy que también quiso ser desde que quiso parecerse a Larra. Y no se había rendido. «Los años no me han asustado», me dijo contundente. Pero yo le notaba una ternura distinta.
Ahora su Olivetti se ha quedado muda. Y ya me dirán quién va a rescatar a estas alturas una Olivetti Pluma 22.