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Una profesora

Cuando alguien me habla de la suerte de ser periodista se refiere sobre todo a la ‘cantidad de gente interesante que se debe de conocer en este oficio’. Y no les falta razón a quienes así piensan. Efectivamente, si echo la vista atrás el capital que he acumulado en estos años es, sin duda, un capital humano, gente que dejó huella. Gente incluso que llegó para quedarse con un puesto significativo en la enloquecida agenda diaria.
Yo que tiendo a equilibrar los entusiasmos –sobre todo para equilibrar los míos, que tienen tendencia al desborde, con las suspicacias que eso despierta– suelo contrarrestar diciendo que, por desgracia, la velocidad a la que se desarrollan los encuentros hace que esa gente interesante que pasa por tu vida sean como un caramelo que alguien te da para quitártelo cuando aún no te ha dado tiempo a liberarlo del papel transparente.
El ejemplo palpable de lo que cuento me ocurrió –una vez más– recientemente. Fue durante el congreso dedicado a Miguel Delibes que tuve, casi por sorpresa, que hacer uno de esos atracos a mano armada –también llamados entrevistas– a la hispanista estadounidense Janet Pérez. La cosa transcurría más o menos por los cauces normales cuando le pregunté si creía que el rastro de Delibes se podía ver con facilidad en autores americanos. Citó entonces a un autor chicano para mí desconocido, Rolando Hinojosa, cuya obra reflejaba las penurias de los trabajadores trashumantes en Estados Unidos. Y de repente empezó a hilar con sus recuerdos. Ella conoció al hijo de uno de estos trabajadores, el número 18 de 20 hermanos, el único que había conseguido una licenciatura universitaria en su familia. Ella fue su profesora. Aquel estudiante logró una beca para estudiar el doctorado fuera de su estado natal, pero una imprevisible enfermedad y la necesidad de volver a su casa para ocuparse a su vez de otro familiar enfermo truncaron sus proyectos.
No obstante la dificultad no le hizo desistir. Cambió el objetivo de su estudio y el azar y la necesidad se unieron para que fuera la propia Janet Pérez la que acabara dirigiendo su tesis, a pesar de que no era su especialidad.
«Cuando coloqué la beca de doctor sobre el uniforme de aquel alumno supe que era el día más importante de mi carrera», dijo, y allí mismo, en un hotel de Valladolid, tanto años después se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas.
Puede que sea una sentimental sin arreglo, pero mi parte de periodista y mi modesta parte de profesora se conmovieron, y yo misma tuve que aguantar el tipo. Para ella, lo mejor de su carrera no era un grado, un puesto, un lugar de honor en el escalafón académico. Era aquel muchacho doctorándose contra todo pronóstico vital. Y pensé que mientras hubiera gente así cualquier ocupación en la vida podría tener sentido.
Nos dimos un abrazo y yo salí corriendo hacia la siguiente entrevista. Pero era distinta.

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Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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