(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 24 de enero del 2008)
Los números cantan, casi gritan. Las estadísticas mandan. Nos movemos al ritmo que imponen las cifras, suavemente mecidos si los cambios son progresivos; fuertemente mareados por el vértigo si las subidas o bajadas son repentinas y continuas. La bolsa es una metáfora de la vida. No su antítesis.
Ahora nada convence si no viene avalado por una cantidad. Sea alta o baja y, en consecuencia, buena o mala. El lenguaje de las cotizaciones se ha colado en nuestras vidas y ahora subimos y bajamos enteros (como si pudiéramos subir o bajar fragmentados) según se valore nuestro trabajo, nuestro nivel de atracción, la capacidad que hayamos desarrollado para adaptarnos a la corriente imperante.
Decimos que los números son fríos, y es cierto, pero debemos reconocer que se pueden calentar a base de sobarlos. Se dice que los números no tienen ideología –uff, eso tan desprestigiado– pero la tienen, vaya si la tienen. Todo consiste en cómo los manejemos, en qué lugar de la suma pongamos la lupa, en que lugar de la curva estadística decidamos hacer una parada.
Los ‘medios’ –otra metáfora– informamos puntualmente de cuántas veces la ciudadanía –una parte de ella, un grupo, una comunidad– sube o baja, entra o sale, compra o vende, se irrita o se contenta, opina o se abstiene, acelera o desacelera… Y así damos la sensación de conocernos mejor. Y de tenerlo todo controlado. Sobre esos parámetros, los gobernantes toman decisiones, con nuestra aquiescencia.
Así manejamos el mundo: nos tranquiliza creer que podemos hacerlo porque en nuestra soberbia no podemos reconocer que se nos escapa. Hemos inventado el margen de error necesario, porque lo imprevisible sigue formando parte del engranaje y eso nos asusta. Nos conforta pensar que así, todo bien encorsetado en activos sumables, restables; bien asegurados los dividendos y el TAE (el lenguaje críptico contribuye a resguardar cierto sentido poético) aliviaremos la angustia de lo desconocido.
Y da igual en qué campo de la actividad humana nos movamos. La fascinación por los números es un virus tan contagioso que no sólo se extiende sino que motiva cualquier acción. La cuenta de resultados se ha convertido en la única moral, en la única estética, en la filosofía dominante (que ya es decir). En las ruedas de prensa de la cultura, las cifras también mandan. No hay institución patrocinadora dispuesta a perder ese tren. El único que parece justificar su existencia. Y así da igual que se hable de teatro, de música, o de literatura… las cifras han sustituido a las palabras, las estadísticas al pensamiento, incluso al pensamiento blando. Antes una imagen valía más que mil palabras. Ahora una cifra vale mucho más que una pequeña ración de criterio. Nada sabemos de los porqués, de los ‘para qués’, de los ‘desde cuándo’ y apenas nada de los ‘cómo’. Sólo sabemos cuántos.
Y aquí estoy aquí, perpleja, con mis números.