(Publicado en la edición impresa de EL NORTE DE CASTILLA el 20 de marzo del 2008)
Uno de los placeres literarios más intensos me los han proporcionado, me los proporcionan, algunos epistolarios de mis escritores favoritos. Como en algunos diarios –reitero y subrayo el ‘algunos’ sobre todo en un género que se ha desvirtuado– encuentro en ellos lo mejor de su obra. En germen, sí, apenas la pulsión de la escritura, claro, pero muchas veces lo mejor de ella. Mi lado cotilla –no lo neguemos– también disfruta acercándose a la intimidad de la relación de unos corresponsales que, a través de la literatura, se habían convertido con anterioridad en compañeros de viaje de mi vida. Por no hablar de esa capacidad de algunos autores para crear en el espacio del papel en blanco un ámbito de intimidad y una corriente de sincera relación que fluye sin las barreras que a veces se levantarían con la presencia física. A algo así se refiere Emily Dickinson –cuyas ‘Cartas poéticas e íntimas’ releo hasta la saciedad– cuando dice: «Una carta la siento siempre como la inmortalidad, porque es la mente sola, sin el amigo corporal» En ‘Cartas de África’ de Karen Blixen (o Isak Dinesen, como se prefiera) están sus ‘Memorias de África’, sus ‘verdaderas’ memorias del lugar en el que se dejó lo mejor de su vida, y en ocasiones con una intensidad casi insoportable, al no existir el distanciamiento de la literatura. Las ‘Cartas a mujeres’ de Virginia Woolf ayudan a entenderla, que es tanto como entender su obra y las de Paula Modershon-Becker te hacen adoptarla e interesarte por su no muy conocida pintura. Si vuelvo sobre este asunto, sobre el que estoy segura de que he hablado ya en esta sección es por la noticia de la publicación de ‘Epistolario’ de Pedro Salinas. El autor de ‘La voz a ti debida’ escribió cartas excelentes, al parecer consciente de la repercusión que pudieran tener en el futuro. En uno de los primeros puestos de la lista de mis epistolarios favoritos esta su correspondencia con Jorge Guillén. Palabras mayores. Cuado pienso en el tiempo que todos ellos emplearon en escribir esas cartas –la mayoría a mano, es decir, con todo, con el cuerpo y ese algo más allá del físico que está en la caligrafía– en la energía que se quedó impregnada en el papel y en la escritura, me instalo en un mundo diferente, en una vida distinta. ¿Cómo imaginar ahora, en nuestro mundo y con nuestro ritmo, el espacio temporal y vital de esas correspondencias? Pero el deseo, la necesidad de las palabras, de las noticias de las personas a las que quisiéramos tener más cerca, ésa que no sacia el teléfono y mucho menos desde que el móvil restó intimidad a lo que ya no tenía demasiada, sigue activando la alegría –casi siempre– de recibirlas. Lástima que nos tengamos que conformar con correos electrónicos (nuestros corresponsales también) en los que aunamos velocidad y desaliño. Y sin embargo, yo suelo guardarlos, no sin nostalgia.