«Las palabras en el corazón no son palabras». Esta frase que aparece en uno de los salmos de David, le sirve a Gustavo Martín Garzo para dar sentido a su última novela, ‘El jardín dorado’. En ella Ariadna habla a un niño ausente de lo que ocurrió en Creta, en el palacio de su padre, en el laberinto que construyó para proteger al mundo de su hijo –ese ser en cierta forma monstruoso– o a su hijo del mundo. De su relación con su hermano, el Minotauro. Vamos conociendo ese jardín que es en realidad el Paraíso perdido, y una metáfora de la infancia del hombre. Pero el verdadero sentido de la frase permanece oculto hasta el final del libro. Y su autor no está por desvelarlo antes de tiempo. En cambio, sí comparte las dudas que llevan, como el hilo de Ariadna conducía a través del laberinto, a la revelación del secreto. «¿Qué son las palabras que una madre dice a su hijo cuando aún no la entiende? ¿Qué son las palabras que un niño le dice a sus juguetes? ¿Qué son las palabras con las que hablamos a los muertos, las que usamos para hablar con los fantasmas? No son las palabras que usamos para comunicarnos con alguien que tenemos delante».
De la misma manera, en la literatura, las palabras han de ser «dadoras de vida» o no ser.