(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 29 de mayo del 2008)
Vecchioni en ‘El librero de Selinunte’ ha puesto el dedo en la llaga. La sociedad está perdiendo las palabras y con ellas tantas cosas… Dice que la sociedad tiene demasiada prisa, que no tiene tiempo para discursos largos. Sólo para pequeños mensajes cuasi publicitarios, apenas unos cuantos códigos. Sí, claro. Lo sabemos.
Mis pequeños mensajes, cuasi publicitarios, aunque lleven todo el afecto, o la necesidad de cercanía o simpatía o empatía y un montón de ‘ías’ buenas más, se van quedando en el móvil, en las distintas cuentas de correo electrónico… Y sufro entonces de grave contradicción, porque al tiempo que agradezco a la técnica que me ayude en mi ahogada agenda a mantener el contacto, ellos (el móvil, el correo electrónico) me recuerdan que esos mensajes sustituyen a charlas de café, a contacto físico, a oír una voz en directo, a rozar un cachito de piel. Y yo que odio el móvil acabo odiando a quien tiene el valor de no tenerlo porque me impide asaltarlo en plena comida, reunión de trabajo o similar y decir ¡cuánto necesito oír tu voz!
Y entonces procuro escaparme. Me escapo a un lugar maravilloso que los lectores de esta columna puede que recuerden.
Estoy en un bar de Málaga de la calle Larios hace los suficientes años como para que el móvil no fuera un objeto imprescindible (¿lo es?) Es muy pronto por la mañana y yo acabo de llegar y tengo mucho tiempo hasta una cita de trabajo. Y me refugio en uno de esos bares, como de barrio, con gente bulliciosa y desayunos espléndidos que afortunadamente quedan en todas las ciudades. Y me siento con mi enorme bolso que me impide moverme con facilidad y a mi lado un par de personas desayunan con calma. Y no puedo evitar oír lo que se cuentan. Son vecinos, han bajado a desayunar y hablan de lo que tienen que hacer durante la mañana. Al cabo de unos minutos se les une una mujer que se sienta y pide sólo un pide un ‘cafelito’ porque tiene prisa: su nieta va a venir a comer con ella y aún no ha hecho la compra y tiene que preparar la comida. La conversación se va animando porque llegan refuerzos. El caso es que pasa el tiempo y nadie se mueve de la mesa, aunque todos explican la cantidad de cosas que tienen que hacer.
No se habla de nada trascendente, creo. O sí. El caso es que son más los que se incorporan a la mesa que los que se marchan y el corro se va agrandando hasta el punto de que va a absorberme y parece que acabaré formando parte de la tertulia. De buena gana. Aunque estoy tan fascinada que me conformo con escuchar. Yo tampoco me he levantado de mi silla, aunque me había planteado dar un paseo por la ciudad, a pesar de mi bolso, pues hace tiempo que no la piso.
Pero estoy tan bien allí ‘charlando’ sin prisa… Cuando me levanto un par de horas después para llegar a mi cita, les dejó ahí, incluso a la señora que tiene que hacer la comida a su nieta…