Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 10 de julio del 2008
Subimos todos a la vez y durante unos minutos nos apresuramos para encontrar nuestro lugar en el espacio. Esa operación lleva aparejada algún tipo de conversación, pues hay gente que se confunde, gente que quiere cambiar su sitio porque va acompañada y hay que negociar… Luego el tren se pone en marcha y vuelve a reinar el silencio. Todos llevamos algo en las manos o pegado a las orejas. Un ordenador portátil, los auriculares del MP3 o del MP4, la ‘play’, como poco, el móvil. Casi todos miran a esos aparatos fijamente, como si en ello les fuera la vida. Ya nadie habla con el vecino de al lado –si acaso tenemos noticias de sus últimas actividades, como un viaje o una reunión de trabajo, porque se las va contando a alguien al otro lado del teléfono a voz en cuello– y mucho menos se mira por la ventanilla. Al otro lado de la ventanilla, las cosas suceden muy rápidamente. Es cierto. Pero aún se dejan ver los colores, aún se distingue la tierra del cielo, aún la torre de alguna iglesia capta la luz del atardecer, o unas vacas pastan plácidamente cerca de las vías sin darse por enteradas de la alta velocidad… Dentro no sabemos nada de esto, porque somos islas. Encerrados en nuestros mundos de juegos, de músicas y juegos, de trabajos atrasados… Hace unos meses, nada más sentarme, me saludó un chico muy amablemente. «¿Vienes de vacaciones?», me dijo, «¿te ha ido bien?» Me preguntaba las cosas tan directamente, con tanta determinación que, al principio, pensé que me había confundido con otra, después pensé que quizá intentaba ligar, y luego que era un poco raro. «Raro ¿por qué?» –me reprendí a mí misma– «¿porque es la única persona de este compartimento que te ha saludado al entrar y se ha interesado por ti?». Todos estos pensamientos volaban en mi cabeza mientras el chico, con aspecto extranjero y una facha estupenda, me miraba fijamente y yo, todavía confusa, optaba por una respuesta bastante displicente, lo suficiente como para hacerle desistir de una conversación. Luego me di cuenta de que no viajaba solo y aún me arrepentí más de ser tan borde. «Se te ha pegado el mal rollo –me dije– ya eres una individualista indecente como todos… Ya no sabes mirar a la gente»… Uno de esos días tormentosos de la primavera estaba sola en el andén. Siempre me quedo mirando las montañas, de un azul increíble. La luz también lo era. De repente salió el arco iris. Era un arco iris espléndido, el segundo mejor de mi vida, sin duda. Tan ancho que parecía imposible. Me quedé absorta y, después, miré alrededor. No había nadie. O sí… Alguien salía de un tren aparentemente vacío. Era un empleado de Renfe que no se había percatado del arco iris porque estaba de espaldas a él. Tuve la intención de avisarle, para que no se perdiera esa maravilla. Pero me corté. ¿Y si pensaba lo mismo de mí que yo pensé de aquel chico?… Entonces saqué el móvil del bolsillo de mi abrigo y le envié un mensaje a un amigo para compartirlo.