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De autores y libros

(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla el 18 de diciembre del 2008)

Alguien se extrañaba el otro día de que mi casa esté llena de libros que no he leído. Y yo le tranquilizaba diciendo que al fin y al cabo también las librerías y las bibliotecas del mundo están llenas de libros que no he leído y nunca leeré y que no tiene mayor trascendencia. (Lo dije así, pero este pensamiento, referido a según qué libros y autores me da un poco de vértigo, la verdad). No quería decirle que en realidad las relaciones con los libros y/o sus autores me parecen tan complejas como toda relación humana. Es cierto, compramos libros que se pasan años en la estantería esperando su momento de ser leídos. Y cuál sea ese momento es algo que aparentemente no decidimos. Surge sin más. Y hasta que ese momento llega, yo al menos, sólo tengo la sospecha de que ese libro tiene algo que ver conmigo. ¡Cuántas veces me he resistido a leer a un autor cuya valía conocía de antemano hasta que una de esas mal llamadas casualidades lo puso en mis manos acompañado de alguna señal que hacía inevitable su lectura! ¡Cuántas veces ha comenzado ahí mismo una relación que sé que durará toda la vida! Sí. Algunos autores se incorporan a mi vida con la fuerza de una relación familiar, aunque jamás haya cruzado o vaya a cruzar con ellos una sola palabra. Incluso puede que así sea mejor. El que la personalidad de algunos autores no esté a la altura de su deslumbrante obra ya es un tópico. Es difícil, además desprenderse de la etiqueta de periodista cuando tu interés va más allá de lo puramente profesional. En mi caso, desde que un retraso de varias horas en un viaje me impidió conocer personalmente a Julio Cortázar (con quien de verdad me hubiera encantado pasar una tarde sin mediar obligación profesional ya que pertenece a esa mi segunda familia) me tomo con calma lo de conocer personalmente a los escritores que admiro. (Si es que pertenecen al mundo de los vivos). Cuando su palabra hace tanta compañía, se necesita poco más. Ya lo decía Emily Dickinson (otro miembro de mi familia): «Una carta la siento siempre como la inmortalidad, porque es la mente sola sin el amigo corporal». Ahora simplemente dejo que la vida me sorprenda. (Recientemente me sorprendió con la escritora argentina Luisa Valenzuela, quien de cerca me pareció tan inteligente e interesante como sus recién leídos cuentos). Otras veces es la sonrisa de alguien a quien no tenía previsto conocer la que me obliga a rescatar sus libros guardados en algún rincón de la librería o almacenados encima de una mesa. O su manera de hablar, o de estar. Igual que un libro que leímos en la adolescencia y nos fascinó lo guardamos con celo sin abrir por no darle la oportunidad de una decepción, el tiempo concede a algunas obras una segunda oportunidad. Las palabras tienen a veces un significado distinto, más brillante o nítido, más fuerte, cuando sabemos –o creemos reconocer – que surgen del misterioso fondo desde el que unos ojos nos ofrecen un saludo protocolario.

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Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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