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Ese día

El día que un afroamericano llamado Barack Obama prestó el juramento que le convertía en dirigente del país más poderoso de la tierra nada, en realidad, había cambiado en ella.
En un país llamado España se perdían puestos de trabajo al ritmo que marcaban unos ‘eres’ (eufemismo de despido temporal o indefinido) más o menos justificados y el irresponsablemente hinchado globo de la construcción se deshinchaba dejando entrever sus endebles cimientos, haciendo sonrojar algunas estructuras y dejando empantanadas por el camino muchas vidas.
En un continente llamado Europa los gobiernos hacían tímidos llamamientos a los bancos –a los que previamente habían dado oxígeno para combatir los tiempos del asma – para que cumplieran su parte del contrato e hicieran llegar ‘liquidez’ (eufemismo de dinero contante y sonante) a los de abajo. Con escaso éxito, por cierto.
En un pedazo de tierra llamado Gaza los escombros humeantes saludaban a los primeros observadores internacionales mientras los tanques que habían arruinado sus infraestructuras se apostaban vigilantes en los alrededores con el freno de mano echado. Precariamente, por cierto. El día en que la Avenida de Pensylvania se convirtió en la calle mayor de una pequeña aldea de un país llamado Kenia el continente llamado África seguía desangrándose por algunas heridas largamente infectadas y olvidadas. Y seguía pagando las consecuencias de la usurpación de sus recursos y posterior abandono a su suerte.
El día que las masas deseosas de cambio llevaron en volandas al hijo de un inmigrante de piel oscura al lugar de honor bajo la cúpula del Capitolio las bolsas de todo el mundo siguieron con su canción de números rojos, marcando distancias con el clima generalizado que pedía un gesto al prepotente comportamiento del mercado.
No lejos de esa cúpula algunos ciudadanos sin derecho a asistencia sanitaria ni a un techo que pudieran llamar propio se afanaban en sobrevivir al crudo invierno alicatando sus harapos con unos cuantos cartones, elemento éste que les hermanaba por encima de razas, cultura, idioma y religión con tantos otros desheredados de la tierra.
Ese día, ese preciso día en que sin que se produjera una extraña conjunción de planetas los ojos del mundo miraban todos en una misma dirección, las cosas estaban más o menos como solían estar en los últimos tiempos.
Pero ese mismo día, y el día anterior y el día después en las primeras páginas de los periódicos, y con los grandes caracteres que habitualmente se reservan para las catástrofes –naturales o no– aparecían palabras como ‘ilusión’, ‘esperanza’, ‘optimismo’, sin que los periodistas encargados de redactarlas ni los editores encargados de darles salida, tuvieran que justificar su actitud o sonrojarse por ella.
Y eso sí que era, según los manuales al uso, una verdadera noticia.

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Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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