(Publicado en la edición impresa de El Norte de Castilla del 14 de mayo del 2009)
Hay canciones que no puedo escuchar sin que algo muy fuerte me oprima por dentro. Son esas de las que hay que cuidarse en las horas bajas por el efecto que causan, aunque nos gusten a rabiar. En mi caso son tan distintas unas de otras y algunas tienen tan poco que ver conmigo que no encuentro un nexo de unión: ‘When the leaves come falling down’ (Van Morrison), ‘Tears in heaven’ (Eric Clapton), ‘Moon river’ (Mercier y Manzini), ‘Buena chica’ (González y Urquijo)… Son muchas. Una de esas canciones era, y aún hoy lo es más, ‘El sitio de mi recreo’, de Antonio Vega…
Estábamos tan acostumbrados a verle como a un milagroso superviviente del lado más oscuro de la movida que nunca pensamos que le alcanzaría la sombra que se llevó a otros (pienso en Enrique Urquijo, en Canito, en Carlos Berlanga….)
Era el testigo de aquella época intensa, ilusionante, excesiva, lúdica, transgresora, a veces ingenua, a veces estúpidamente arriesgada, divertida, a ratos romántica y a ratos barroca en la que unos sucumbieron, otros salieron adelante y evolucionaron y algunos aún hoy tratan de aprovecharse de ella, de toda aquella energía de la que ni participaron ni entendieron.
Porque una cosa era común a todas las tendencias (la música sólo era una de ellas, ahí están otras pérdidas en el arte etc.): la de creer que algo era posible cambiar, que algo bueno podría y debía pasar.
Ahora que se ha ido a ese lugar «donde se creó la primera luz/ germinó la semilla del cielo azul» se está hablando y se hablará de su talento, de su genio. El talento al artista se le supone, pero Antonio Vega era de esos creadores tocados además con un plus. Eso que se llama duende, ángel, pellizco, extrema sensibilidad… Eso que por alguna extraña razón suele llevar adosado un alto precio si no se consigue hacerlo compatible con la vida. (Pienso ahora en Camarón, en Antonio Flores…)
El martes fue un mal día para escuchar ‘El sitio de mi recreo’ pero era imposible escapar. Mientras atravesábamos los campos de Soria que tanto habían impresionado a otro poeta, en la radio del coche sonaba una y otra vez. Aquellos programas de Radio 3 que tanto tuvieron que ver en su carrera le dedicaron todo su tiempo (con un respeto y ausencia de morbo fácil dignos de aplauso). Había sido para los oyentes de esa emisora (cuantas horas, cuánta vida) la mejor canción en el año de su salida. Y ahora muchos de ellos llamaban para recordarlo. Lo que más me impresionaba era la cantidad de gente en la veintena que lo consideraba un genio. Y pensé que ese es el único premio que de verdad se lleva un artista al azul: el poner de acuerdo a gentes de cualquier edad y condición. Hacer que su obra se convierta en experiencia colectiva de quienes aparentemente nada tienen que ver. Ahí estaban haciendo cola ante su capilla ardiente. Qué difícil evitar los tópicos cuando son ciertos. Antonio Vega sigue aquí. Seguiremos dejándonos llevar por ti, por tu música.
(En la foto de Antonio Tanarro, Vega, durante una actuación en el Teatro Juan Bravo de Segovia)